Ochenta años después de Bretton Woods, el FMI debe profezionalizar y despolitizar sus decisiones

Si el FMI no existiera, habría que inventarlo. Tras enfrentarse en poco tiempo a dos catástrofes históricas consecutivas, de las que ocurren una vez cada siglo —a saber, la pandemia y la crisis financiera mundial— los países han recurrido en masa a la obtención de préstamos para ayudar a sus habitantes e instituciones a sobrevivir. Además, sobrevuela la amenaza de nuevas perturbaciones, a medida que aumenta la temperatura del planeta y surgen nuevos patógenos. Al mismo tiempo, las crecientes barreras al comercio y la inversión obstaculizan los mecanismos habituales para salvar la brecha de oportunidades que separa a los países industriales envejecidos de las jóvenes economías en desarrollo. Esta desconexión, cada vez mayor, ha empujado a millones de migrantes a atravesar densas junglas y mares abiertos para encontrar su lugar en el mundo desarrollado, algo que, a su vez, ha avivado las voces que claman contra la integración mundial.

Para afrontar mejor estos desafíos, se precisa un FMI que oriente a los países hacia políticas que promuevan el intercambio justo de bienes, servicios y capital a nivel mundial, y que complemente a la Organización Mundial del Comercio poniendo de relieve lo perjudicial que sería no hacerlo. El FMI debería ofrecer también un punto de vista independiente en torno a las políticas nacionales —en especial las que ponen en peligro la estabilidad macroeconómica de un país— y actuar como prestamista de última instancia para los países que pierdan la confianza de los mercados. Por desgracia, aunque ya contamos con un FMI, su anacrónica estructura hace que no esté en condiciones de desempeñar todas esas funciones.

Legitimidad

El FMI exige legitimidad para satisfacer las necesidades de sus miembros. El FMI se creó cuando Estados Unidos era la única superpotencia, con tal fortaleza económica que podía mantenerse por encima de la contienda y actuar como ejecutor creíble, mayormente imparcial, de las normas que regían los tipos de cambio. Los demás países no resentían el derecho de Estados Unidos a vetar las decisiones fundamentales, ni tampoco su control, junto con los aliados de Canadá y Europa occidental, a la hora de designar los cargos directivos y adoptar decisiones operacionales. Esta alianza occidental ha permanecido mayormente inalterada hasta hace poco; en su máximo apogeo durante la Guerra Fría, la Unión Soviética (y sus países satélites), pese a su condición de superpotencia militar, aún tenía escaso poder económico y estaba muy alejada del sistema internacional de comercio. Por su parte, cuando Japón experimentó un auge a finales de la década de 1980, aunque era una potencia económica notable, dependía demasiado de Estados Unidos para desafiar su hegemonía; de hecho, en la actualidad forma parte de la alianza occidental. Hasta el ascenso reciente de China, en su camino hacia convertirse en una superpotencia tanto económica como militar, nadie había puesto en entredicho el control occidental.

Por supuesto, hace ya tiempo que comenzaron a escucharse las primeras reclamaciones sobre la escasa representación de los países que no forman parte de la alianza occidental. La cuota de cada país miembro del FMI representa sus derechos de voto y el monto que pagan al FMI por la suscripción de capital. La cuantía máxima de endeudamiento de un país con el FMI, en distintas circunstancias, también es proporcional a su cuota. La cuota del 6,47% de Japón es superior al 6,4% de China, a pesar de que, actualmente, la economía china es cuatro veces mayor. Del mismo modo, la cuota de la India es inferior a la del Reino Unido y a la de Francia, pese a que su economía supera en tamaño a las de ambos países. Hoy en día, cuesta encontrar una explicación a esa infrarrepresentación, más allá del deseo de la alianza occidental de aferrarse al poder. 

Razones para la redistribución

El FMI debe dar una imagen de legitimidad y buena gobernanza, no solo para facilitar la negociación de las normas y obligar a su cumplimiento de manera imparcial, sino también para decidir sobre la manera de desplegar sus recursos adecuadamente. Hay motivos para pensar que la alianza occidental ya no está capacitada para esto.

Por desgracia, el temor de Estados Unidos a que lo superen en el plano económico y, en última instancia, también en el militar, sumado a la contracción de su espacio fiscal, ha causado que las políticas nacionales se orienten hacia un mayor aislacionismo. Estados Unidos ha pasado paulatinamente de actuar como árbitro, normalmente motivado por la idea de que la apertura beneficia a todas las partes, a convertirse en un jugador que busca una apertura en sus propios términos y que, aun así, pretende seguir arbitrando en organizaciones como el FMI. Además, desde el punto de vista político, para cualquier gobierno de Estados Unidos o de Europa va a resultar muy complicado renunciar a sus poderes, independientemente de cuánto perjudique esto a la eficacia del FMI.

Ante la limitada capacidad fiscal a nivel mundial, el FMI cada vez se ve más obligado a conceder préstamos a países en problemas sin contar con el apoyo adicional de la alianza occidental. Dado que los préstamos incobrables concedidos por el FMI no repercuten en las cuentas de los gobiernos a corto plazo, y como la alianza occidental tan solo se hace cargo de una parte de las posibles pérdidas (de forma proporcional a sus cuotas), resulta tentador utilizar los recursos del FMI para ayudar a países amigos o vecinos en situación de necesidad, incluso si estos préstamos no son viables desde el punto de vista económico. Si bien siempre ha existido un componente político en los préstamos que concede, antes el FMI tenía más oportunidades de diseñar programas exitosos de rescate y recuperar sus préstamos gracias a la ayuda exterior de la alianza occidental. Por ejemplo, Estados Unidos sufragó una parte considerable del paquete de medidas de rescate para enfrentar la crisis de México en 1994. Es posible que, cada vez más, el FMI tenga que enfrentarse por cuenta propia a esta situación, siempre bajo el control de la alianza occidental, a pesar de que esta no tenga tanto dinero en juego.

Estados Unidos ha pasado paulatinamente de actuar como árbitro, normalmente motivado por la idea de que la apertura beneficia a todas las partes, a convertirse en un jugador que busca una apertura en sus propios términos.

Por último, la propia alianza occidental está deteriorada. El gobierno de Donald Trump tuvo graves desavenencias comerciales con Canadá y Europa occidental, y no resulta descabellado pensar que, a raíz de los cambios en la composición política de los gobiernos, cada vez habrá menos consenso en torno a la dirección económica de la alianza. Esto podría conducir a la adopción de decisiones impredecibles si la alianza mantiene su control del FMI.

Cuotas y supervisión

Si no se puede depender de la alianza occidental para seguir ejerciendo una buena gobernanza, se antoja aún más importante, si cabe, redistribuir las cuotas del FMI de acuerdo con el tamaño relativo de las economías. Sin embargo, esto también puede acarrear consecuencias imprevistas. En vista de que las diferencias geopolíticas fragmentan el mundo, ¿podría pasar que una alianza hipotética que girara en torno a China, por ejemplo, bloqueara los préstamos a los países estrechamente vinculados a la alianza occidental, o viceversa? ¿No será mejor la gobernanza disfuncional que el estancamiento total?

Tal vez lo sea y, por eso, los cambios en la gobernanza del FMI deberían ir acompañados de una reforma de las cuotas: el Directorio Ejecutivo del FMI debería dejar de votar sobre cada decisión operacional, incluidos los programas crediticios. En cambio, una gerencia profesional e independiente debería encargarse de adoptar las decisiones operacionales pensando en el beneficio para la economía mundial. Los miembros del Directorio deberían fijar objetivos generales y, cada cierto tiempo, examinar su cumplimiento, quizá con la ayuda de la Oficina de Evaluación Independiente. En otras palabras, los directores ejecutivos deberían centrarse en la gobernanza, tal y como hacen los directores de los consejos de administración. Es decir, deberían establecer mandatos operacionales, nombrar y cambiar al personal gerente y supervisar el desempeño general, dejando las decisiones del día a día a la gerencia.

En definitiva, la forma de evitar el estancamiento pasa por profesionalizar y despolitizar los procesos de adopción de decisiones. Cuando se fundó el FMI, John Maynard Keynes, receloso de la influencia excesiva de Estados Unidos, abogó por crear una junta no residente. En el período inmediatamente posterior a la guerra, cuando las comunicaciones de larga distancia eran muy costosas y los viajes, principalmente en barcos de vapor, llevaban mucho tiempo, esto habría implicado un directorio no ejecutivo y una gerencia empoderada. En ese momento, Keynes fue desautorizado por Harry Dexter White, negociador de Estados Unidos en Bretton Woods. Ha llegado la hora de reexaminar la idea de Keynes, aunque, en vista de las mejoras en las comunicaciones y los viajes, podría exigirse de forma explícita que el directorio no residente fuera, sin lugar a dudas, de carácter no operacional.

El directorio del FMI seleccionaría a los funcionarios de categoría superior entre los candidatos que recabaran un mayor consenso, en lugar de conceder a determinados países o regiones el derecho a designarlos. Si bien ese proceso tendría una naturaleza irremediablemente política, mientras el directorio exigiera una serie de cualificaciones básicas a los funcionarios designados, la negociación política ayudaría a forjar consensos en apoyo de los candidatos, lo que garantizaría un desempeño adecuado. 

Lo nuevo frente a lo antiguo

Existen numerosos impedimentos políticos que obstaculizan una reforma drástica del FMI, como la renuencia de los miembros dominantes a ceder el poder si creen que en sus países esto podría percibirse como debilidad política. Es mucho más sencillo que los países miembros adopten medidas graduales, como la reciente revisión de las cuotas, y se convenzan a sí mismos de que se trata de avances. Las decisiones difíciles pueden ir postergándose para dejárselas al siguiente gobierno, que, inevitablemente, las volverá a aplazar. Si esta es la evolución que nos espera, la organización seguirá funcionando, pero con menos legitimidad y relevancia frente a las necesidades mundiales. El FMI seguirá siendo de gran ayuda para las economías en desarrollo, pero tendrá mucha menos influencia para contribuir a la adaptación de la economía mundial.

Si se modificaran las cuotas para reflejar la fortaleza económica, sin introducir ningún otro cambio en la gobernanza, China acabaría eventualmente teniendo la mayor cuota y, en consecuencia, la sede del FMI debería trasladarse a Beijing en virtud del Convenio Constitutivo del FMI. La tan temida politización de Keynes continuaría, pero probablemente con un nuevo conjunto de normas e interlocutores políticos y un nuevo grupo de países insatisfechos e indiferentes.

En cambio, si los miembros reformaran al mismo tiempo las cuotas y la gobernanza, un FMI independiente podría servir como punto de encuentro de un mundo cada vez más fragmentado en torno a cuestiones clave. Para que ese tipo de reformas resulten interesantes a los ojos de los demás, sería mejor emprenderlas pronto, o las demás partes podrían llegar a pensar que se trata de un intento de la alianza occidental por aferrarse a cierta influencia justo cuando el poder está comenzando a cambiar de manos. 

El FMI reformado podría ayudar a establecer las nuevas normas para el régimen cambiario internacional, por ejemplo, determinando una lista preliminar de cuestiones que deberán negociarse, teniendo en cuenta los cambios acontecidos en la economía mundial. Habida cuenta de la complejidad de estas cuestiones, se podría reunir a un pequeño grupo de países para que iniciaran las negociaciones en el marco de las consultas multilaterales. Si el FMI contara con la suficiente confianza de las partes, podría configurar esas nuevas normas y velar por su aplicación. Asimismo, podría perfeccionar su análisis y asesorar mejor a los países en materia de sostenibilidad externa y macroeconómica, al tiempo que extendería préstamos de manera más eficaz para ayudar a los países a encarrilar su economía.

Ochenta años después de Bretton Woods, la comunidad internacional debe decidir entre reformar el FMI para mejorar la colaboración con los países miembros y hacer frente a sus desafíos, o quedarse de brazos cruzados y dejar que el FMI se desvanezca. 

RAGHURAM RAJAN es profesor distinguido de Finanzas de la cátedra Katherine Dusak Miller en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.