Cuando esta semana los ministros de Hacienda y los presidentes de los bancos centrales del Grupo de los Veinte se reúnan en Yakarta, en persona y virtualmente, podrán inspirarse en la frase indonesia gotong royong, «colaborar en pos de un objetivo común». Ese espíritu es más importante que nunca, ya que los países tienen por delante una difícil carrera de obstáculos este año.
Lo alentador es que la recuperación económica mundial continúa, aunque a un ritmo más moderado en medio de la fuerte incertidumbre y los crecientes riesgos. Hace tres semanas recortamos el pronóstico mundial a 4,4% para 2022 —un crecimiento que no deja de ser saludable—, en parte debido a una revaluación de las perspectivas de Estados Unidos y China.
Desde entonces, los indicadores económicos continúan apuntando a la pérdida de ímpetu del crecimiento, debido a la variante ómicron y a persistentes trastornos de la cadena de suministro. Las cifras de la inflación han sido mayores de lo esperado en muchas economías; la volatilidad persiste en los mercados financieros; y las tensiones geopolíticas se han agudizado drásticamente.
Es por eso que necesitamos una cooperación internacional vigorosa y extraordinaria agilidad. En la mayoría de los países, eso significa continuar respaldando el crecimiento y el empleo mientras la inflación sigue bajo control y se mantiene la estabilidad financiera, todo esto en un contexto de elevados niveles de deuda.
Nuestro nuevo informe al G-20 muestra la complejidad de esta carrera de obstáculos y lo que pueden hacer las autoridades para atravesarlo. Desearía hacer hincapié en tres prioridades:
Primero, hay que redoblar los esfuerzos para luchar contra la «COVID prolongada económica»
Proyectamos pérdidas de producto acumuladas a nivel mundial a causa de la pandemia de casi USD 13,8 billones hasta 2024 inclusive. La variante ómicron es el recordatorio más reciente de que una recuperación duradera e inclusiva es imposible mientras continúe la pandemia.
Pero persiste considerable incertidumbre en torno a la evolución del virus, la perdurabilidad de la protección que confieren las vacunas o una infección previa, y el riesgo de nuevas variantes.
En este entorno, nuestra mejor defensa es, en lugar de centrarnos en la inmunización, asegurarnos de que todos los países tengan acceso equitativo a un conjunto de herramientas integral en contra de la COVID-19 con vacunas, detección y tratamientos. Mantener esas herramientas actualizadas a medida que evolucione el virus requerirá una inversión constante en investigación médica, seguimiento de la enfermedad y sistemas de salud que se extiendan hasta el «último tramo» en cada comunidad.
Un financiamiento inicial de USD 23.400 millones para subsanar el déficit de financiamiento del Acelerador ACT representará una contribución importante para la distribución de esta herramienta en todos lados. De cara al futuro, una coordinación más estrecha entre los ministros de Hacienda y de Salud del G-20 será fundamental para realzar la resiliencia, tanto frente a posibles variantes nuevas del virus SARS-CoV-2 como frente a futuras pandemias que podrían generar riesgos sistémicos.
Poner fin a la pandemia también ayudará a eliminar las cicatrices de la «COVID prolongada económica». Pensemos en los profundos trastornos que sufren muchas empresas y mercados laborales. Y en el costo para los alumnos del mundo entero, estimado en hasta USD 17 billones a lo largo de sus vidas debido a las pérdidas de escolaridad, la caída de la productividad y las perturbaciones del empleo.
El cierre de las escuelas ha sido particularmente agudo para los alumnos de las economías emergentes, donde el logro educativo era ya desde el comienzo mucho más bajo, lo cual amenaza con ahondar la peligrosa divergencia entre los países.
¿Qué se puede hacer? Medidas de política contundentes. La ampliación del gasto social, los programas de reorientación laboral, la formación correctiva para docentes y las tutorías para alumnos ayudarán a las economías a reencauzarse y reforzarán la resiliencia antes futuros obstáculos sanitarios y económicos.
Segundo, los países tienen que atravesar el ciclo de endurecimiento monetario
Aunque hay significativas diferencias entre las economías y existe gran incertidumbre de cara al futuro, se han acumulado presiones inflacionarias en numerosos países, lo cual requerirá en algunos casos el repliegue de las políticas monetarias acomodaticias.
En adelante, es importante que las políticas estén calibradas en función de las circunstancias de cada país. Significa un repliegue de la política monetaria acomodaticia en países como Estados Unidos y el Reino Unido, donde hay casi pleno empleo y las expectativas de inflación van en aumento. Otros, como la zona del euro, pueden darse más tiempo, sobre todo si el alza de la inflación está relacionada mayormente con los precios de la energía. Pero también deben estar preparados para actuar si los datos económicos justifican un giro más rápido de las políticas.
De más está decir que la comunicación clara sobre cualquier cambio sigue siendo fundamental para salvaguardar la estabilidad financiera dentro y fuera de cada país. Algunas economías emergentes y en desarrollo ya se han visto obligadas a subir las tasas de intereses para luchar contra la inflación. Y el giro de las políticas de las economías avanzadas quizá requiera un endurecimiento en un conjunto más amplio de naciones. Eso complicaría las disyuntivas ya espinosas que enfrentan los países al controlar la inflación al mismo tiempo que respaldan el crecimiento y el empleo.
Por el momento, las condiciones financieras mundiales se mantienen relativamente favorables, en parte gracias al nivel negativo de las tasas de interés reales en la mayoría de los países del G-20. Pero si desmejoraran repentinamente, los países emergentes y en desarrollo deben estar preparados para posibles vuelcos de los flujos de capital.
Por esa razón los países prestatarios deberían prolongar los vencimientos de su deuda, de ser posible ya, conteniendo a la vez la acumulación de deudas en moneda extranjera. Cuando los shocks se produzcan, la flexibilidad cambiaria será importante para absorberlos en la mayoría de los casos, pero no es la única herramienta disponible.
Si la volatilidad es aguda, las intervenciones cambiarias pueden estar justificadas, como logró hacerlo Indonesia en 2020. Las medidas de gestión de los flujos de capital también pueden ser acertadas en momentos de crisis económica o financiera: recordemos a Islandia en 2008 y Chipre en 2013. Y los países pueden tomar medidas macroprudenciales para protegerse de los riesgos del sector financiero no bancario o de las escaladas en los mercados inmobiliarios. Claramente, todas estas medidas quizá tengan que ir acompañadas de ajustes macroeconómicos.
En otras palabras, tenemos que asegurarnos de que todos los países puedan atravesar sin riesgos el ciclo de endurecimiento de la política monetaria.
Tercero, los países tienen que reorientarse hacia la sostenibilidad fiscal
A medida que los países escapen a las garras de la pandemia, deben calibrar con cuidado la política fiscal. Es fácil ver por qué: las medidas fiscales extraordinarias ayudaron a evitar otra Gran Depresión, pero también hicieron subir los niveles de deuda. En 2020, observamos la escalada más grande en un año desde la Segunda Guerra Mundial: la deuda mundial —tanto pública como privada— subió a USD 226 billones.
Para muchos países, esto significa seguir brindando apoyo a los sistemas de salud y a los segmentos más vulnerables de la población, recortando a la vez los déficits y los niveles de deuda para atender sus necesidades específicas. Por ejemplo, en los países cuya recuperación está más avanzada se justifica un repliegue más rápido del estímulo fiscal. Eso facilitará a su vez la reorientación de la política monetaria al reducir la demanda y contribuir así a contener las presiones inflacionarias.
Otros, sobre todo en el mundo en desarrollo, enfrentan disyuntivas mucho más espinosas. Su potencia de fuego fiscal ha sido escasa a lo largo de la crisis y eso los ha dejado con recuperaciones más débiles y cicatrices más profundas resultantes de la COVID prolongada económica. Además, tienen poco margen para prepararse para una recuperación más verde y más digital luego de la pandemia.
Por ejemplo, el año pasado el FMI describió de qué manera las políticas de oferta verde, incluido un programa de inversión pública a 10 años, podrían hacer subir el producto mundial anual aproximadamente 2% por encima de la proyección de base, en promedio, durante el período 2021-30.
Todas estas medidas de política nos permitirán encontrar un nuevo modo de vida en un mundo más propenso a los shocks. Pero la deuda podría ser un obstáculo. Según nuestras estimaciones, alrededor de 60% de los países de bajo ingreso ya se encuentran en una situación crítica de sobreendeudamiento o corren gran riesgo de caer en ella, una cifra que se ha duplicado desde 2015. Estas y muchas otras economías necesitarán una mayor movilización de ingresos internos, más donaciones y financiamiento concesionario, y más ayuda para lidiar con la deuda de inmediato.
Eso incluye revitalizar el Marco Común del G-20 para el tratamiento de la deuda. Se debería comenzar ofreciendo una moratoria inmediata de los pagos de los servicios de la deuda durante la negociación dentro del marco. Se necesitan procesos más rápidos y eficientes, con claridad en torno a los diversos pasos a dar, de modo que la senda a seguir —desde la formación de comités de acreedores hasta un acuerdo sobre la resolución de la deuda— sea evidente para todos. Y el marco debería hacerse extensivo a un abanico más amplio de países sumamente endeudados.
El papel del FMI
El FMI desempeña un papel importante en este ámbito al brindar marcos macroeconómicos y análisis de sostenibilidad de la deuda. Y promovemos una mayor transparencia de la deuda, al solicitar una divulgación más amplia de lo que un país miembro debe y a quién cuando busca movilizar nuestros préstamos, o cuando trabaja con nuestros miembros a través del Enfoque Integral sobre vulnerabilidad de la deuda del FMI y del Banco Mundial.
También tenemos que aprovechar la asignación histórica de derechos especiales de giro de USD 650.000 millones. Además de la tenencia de los nuevos DEG como reservas, algunos países miembros ya los aprovechan de otras maneras. Por ejemplo: Nepal, para la importación de vacunas; Macedonia del Norte, para gastos sanitarios y ayudas relacionadas con la pandemia, y Senegal, para promover la capacidad de producción de vacunas.
A fin de profundizar el impacto de la asignación, recomendamos la canalización de los nuevos DEG mediante el Fondo Fiduciario para el Crecimiento y la Lucha contra la Pobreza, que brinda financiamiento concesionario a los países de bajo ingreso, y el nuevo Fondo Fiduciario para la Resiliencia y la Sostenibilidad (FFRS).
Con tasas más bajas y vencimientos más largos, el FFRS podría financiar políticas vinculadas al clima, la preparación para pandemias y la digitalización, que mejorarían la estabilidad macroeconómica durante décadas. El G-20 ha avalado enérgicamente el FFRS y nuestro objetivo es que entre en funcionamiento este año.
A medida que los países se enfrenten a múltiples retos, el FMI les brindará respaldo, calibrando según las necesidades de cada uno el asesoramiento en materia de políticas, el fortalecimiento de las capacidades y la asistencia financiera. Lo crítico es hacer que todos los aspectos de la formulación de las políticas sean más ágiles, pero ni siquiera eso basta.
También tenemos que seguir el espíritu del lema de Indonesia, Bhinneka Tunggal Ika: «Unidad en la diversidad». Juntos podemos atravesar la carrera de obstáculos hasta llegar a una recuperación duradera que beneficie a todos.