El capitalismo de Adam Smith exige imponer limitaciones a los mercados, no confiar ciegamente en ellos

A la árida prosa del reputado economista muchas veces no le viene mal una metáfora evocadora. Sin embargo, a todos nos iría mejor si Adam Smith hubiera omitido ese detalle de “la mano invisible”. Con esa expresión quiso decir poca cosa, o tal vez nada: el término aparece una sola vez en los dos volúmenes de La riqueza de las naciones, y también lo utilizó en una única ocasión, en un contexto totalmente distinto, en La teoría de los sentimientos morales.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX, los economistas construyeron toda una visión del mundo en torno a ella y generaron la idea infundada de que, como dijo el exsenador estadounidense Pat Toomey, “el capitalismo no es más que libertad económica” y que, aunque se descuide, funciona sin más. Igual que el personaje animado Wile E. Coyote, se pusieron en marcha con unos planes totalmente carentes de punto de apoyo. Lo malo es que no fueron los economistas quienes cayeron al fondo del barranco cuando se descubrió su desatino, sino el ciudadano de a pie.

Para entender bien el término, antes hay que visitarlo en su hábitat natural: “Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera él solo persigue su propia seguridad —escribió Smith—; y al orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca solo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos”. Esa “mano invisible” no aludía a una fuerza mágica, sino a la preferencia por la actividad nacional y la determinación de orientarla hacia la producción de más valor.

Por tanto, durante la mayor parte de su historia, la mano invisible recibió justamente la escasa atención que merecía. Pero introduzcamos esa referencia a una mano invisible (“led by an invisible hand”), en Google Ngram, donde se visualiza la frecuencia con que aparece en todos los libros escritos en inglés desde 1800: justo después de la Segunda Guerra Mundial, la expresión inicia una escalada imparable. Resueltos a defender el capitalismo democrático frente al entusiasmo por la planificación centralizada propia del comunismo, algunos economistas, como Paul Samuelson y Friedrich Hayek, adoptaron la metáfora de Smith y la colocaron en el centro de su lógica sobre el libre mercado.

Fe ciega

Jonathan Schlefer, quien durante mucho tiempo fue editor de la revista Technology Review del Instituto de Tecnología de Massachusetts, ha demostrado que Samuelson, en su obra Economía, publicada en 1948 y principal libro de texto de la disciplina durante decenios, distorsionó esta idea modesta hasta convertirla en una declaración de fe ciega y le dio un papel protagonista en su cosmovisión. Los estudiantes aprendían que Smith había escrito “solo persigue su propia seguridad, solo su propio beneficio. Y una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos”. No había ni siquiera una indicación de que se hubiera omitido algo.

Hayek elevó el principio hasta convertirlo en una religión y profesó su “fe” en las “fuerzas espontáneas”. Suponía con orgullo que, especialmente en el ámbito económico, las fuerzas autorreguladoras del mercado introducirían de alguna manera los ajustes necesarios en las nuevas condiciones, aunque nadie puede prever cómo. Y, en la década de 1990, la historiadora económica Amity Shlaes podía escribir en el New York Times que Adam Smith había creado la “poderosa imagen de la mano invisible, la mano del libre comercio que lleva mágicamente el orden y la armonía a nuestras vidas”. Lo que había sido una descripción de las condiciones en las que los mercados podían impulsar el bien común se convirtió en una afirmación de que lo harían, de forma milagrosa y automática, independientemente de cuáles fueran las condiciones.

Sin embargo, cuando se retiran las condiciones enunciadas por Smith, la lógica inmediatamente se derrumba en la teoría y, de hecho, se ha venido abajo también en la práctica. Si el arduo trabajo de extraer recursos naturales, practicar la agricultura, construir infraestructura y fabricar productos, con el uso intensivo de capital y mano de obra que requiere, reporta el mejor rendimiento del capital, entonces los emprendedores que buscan su propio interés privado, en efecto, impulsarán el bien común. Si el perfil de inversión de esas actividades resulta ser una y otra vez menos atractivo que el de construir una aplicación unicornio basada en la nube y capaz de alcanzar varios millones de usuarios en un año o dos con un puñado de empleados, entonces el capitalismo puede generar un facsímil de crecimiento del PIB, pero no funcionará de la forma que Smith describió y que una nación necesita.

El capitalismo puede funcionar, pero solo si hay limitaciones que garanticen que el patrón comercial resultante sea, efectivamente, beneficioso para todos.  
Decadencia nacional

Si el crecimiento y la ampliación de los márgenes dependen de que se invierta en aumentar la productividad de los trabajadores, habrá innovación, subirán los salarios y crecerá la prosperidad. Pero si a las empresas les resulta más fácil aumentar las ventas y reducir al mismo tiempo los costos deslocalizando la producción hacia la mano de obra extranjera, o trayendo esa mano de obra a Estados Unidos para cubrir los empleos que los estadounidenses no quieren, el capitalismo no funcionará. Si los emprendedores más talentosos descubren que pueden ganar más dinero intercambiando pilas de activos en forma circular que haciendo inversiones productivas en la economía real, el capitalismo no funcionará. El mercado reportará las utilidades, como ha aprendido Estados Unidos, pero también llevará a la decadencia nacional.

Si se presiona a los economistas para que expliquen cómo pueden estar tan seguros de que el capitalismo llevará a la prosperidad en un contexto de globalización, los argumentos se desvanecen. Para que no haya dudas: el capitalismo puede funcionar, pero solo si hay limitaciones que garanticen que el patrón comercial resultante sea, efectivamente, beneficioso para todos. ¿En qué se beneficia un trabajador de Ohio si un inversionista local se lleva el capital a Shenzhen en busca de un mayor rendimiento? Hayek prometió que algún equilibrio necesario, entre la demanda y la oferta, entre las exportaciones y las importaciones o algo así, se impondrá en ausencia de un control deliberado. El billón de dólares de déficit comercial de Estados Unidos discrepa respetuosamente.

La mano invisible imaginaria se reduce al absurdo cuando Wall Street proyecta su confianza en que esa metástasis de la financierización de la economía tiene que ser buena para la nación porque así es como la gente está optando por buscar utilidades. Por ejemplo, los profesores de la Universidad de Chicago Todd Henderson y Steven Kaplan han defendido en el Wall Street Journal que las inversiones en capital privado generan “un valor social enorme” basándose solo en el hecho de que generan rendimientos brutos superiores al promedio del mercado. Sin embargo, ninguna teoría económica ni prueba real ha demostrado que haya correlación alguna entre las estrategias que generan los mayores rendimientos para los fondos de adquisición apalancada y las formas de inversión que mejor “promueven el interés público”, como dijo Smith.

Fundamentalismo del mercado

A diferencia del fundamentalismo del mercado resultante de una interpretación errónea de la mano invisible, el concepto verdadero de Smith ofrece una orientación bastante útil para las autoridades de nuestros días. ¿Cómo podemos generar una preferencia por “dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera” y asegurarnos de que “orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo” es el camino hacia el máximo beneficio? Esas condiciones, junto con la “libertad”, son los requisitos necesarios para el buen funcionamiento de un sistema capitalista.

Resulta alentador que la oleada de popularidad de la “mano invisible” en Google Ngram se detenga bruscamente en 2014–15 y, a continuación, caiga en picada. Precisamente, fue en esos años cuando David Autor y sus colegas publicaron su investigación sobre el “shock de China”, y Anne Case y Angus Deaton llamaron la atención sobre el aumento calamitoso de las “muertes por desesperación”. Un año más tarde, el Reino Unido votó su salida de la Unión Europea y Estados Unidos eligió presidente a Donald Trump. Como guiados por una mano invisible, nuestros sistemas políticos, efectivamente, responden al fracaso y crean la oportunidad de rectificar.

Oren Cass

OREN CASS es fundador y economista jefe del centro de estudios American Compass.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.