Puede ser bueno poner en entredicho las propias creencias a medida que las circunstancias van cambiando
La economía ha logrado grandes cosas; existen amplios compendios de constataciones teóricas, a menudo nada obvias, así como de minuciosos, y en ocasiones convincentes, datos empíricos. La profesión conoce y comprende numerosas cuestiones. Sin embargo, hoy en día nos encontramos ante cierta desorganización. No predijimos de manera conjunta la crisis financiera y, lo que es peor, es posible que hayamos contribuido a ella por culpa de nuestra defensa, excesivamente entusiasta, de la eficacia de los mercados, sobre todo de los financieros, cuya estructura e implicaciones no conocíamos tan bien como pensábamos. Los recientes sucesos macroeconómicos, ciertamente insólitos, han conducido a pleitos entre expertos cuyo único punto de consenso son las equivocaciones ajenas. Los ganadores del Premio Nobel de Economía son conocidos por aprovechar las ceremonias en Estocolmo para criticar la labor de sus colegas, para gran consternación de los laureados en las demás ciencias, que consideran que los premios se conceden por hacer las cosas bien.
Al igual que muchos otros, hace poco me sorprendí a mí mismo al cambiar de opinión; un proceso incómodo para alguien que lleva más de medio siglo dedicándose a la economía. Abordaré algunos de los temas fundamentales, pero primero quiero comenzar explicando algunas deficiencias de carácter más general, sin contar las denuncias de corrupción, que han pasado a ser algo habitual en algunos debates. Incluso así, se podría llegar a acusar con cierta razón a los economistas —que han experimentado un auge notable en los últimos 50 años— de tener un interés creado en el capitalismo tal y como funciona en la actualidad. Cabe destacar aquí que me refiero a la corriente dominante (quizás algo difusa), y que existen numerosos economistas que siguen corrientes alternativas.
- Poder. El hincapié que hacemos en las virtudes de los mercados libres y competitivos y del cambio técnico exógeno puede hacernos perder de vista la importancia que tiene el poder a la hora de fijar los precios y los salarios, escoger la dirección del cambio técnico e influir en las políticas para cambiar las reglas del juego. Sin un análisis del poder, resulta difícil comprender la desigualdad y otras cuestiones del capitalismo moderno.
- Filosofía y ética. A diferencia de otros economistas, desde Adam Smith y Karl Marx, pasando por John Maynard Keynes, Friedrich Hayek e incluso Thomas Friedman, nosotros en gran medida hemos dejado de pensar en la ética y en la esencia del bienestar humano. Somos tecnócratas y nos centramos en la eficiencia. Apenas recibimos formación sobre los fines de la economía, el significado del bienestar —la economía del bienestar desapareció hace tiempo de los planes de estudios— y la opinión de los filósofos sobre la igualdad. Ante la presión, tendemos a caer en el utilitarismo basado en los ingresos. A menudo equiparamos el bienestar con el dinero o el consumo, desestimando gran parte de lo que importa a las personas. Según el pensamiento económico actual, las personas, como individuos, son mucho más importantes que las relaciones entre ellas en el seno de las familias o las comunidades.
- Si bien la eficiencia es importante, la valoramos por encima de otros fines. Muchos se adhieren a la definición que da Lionel Robbins del concepto de economía, como la asignación de recursos escasos a fines que compiten entre sí, o a la versión más rotunda según la cual los economistas deberíamos centrarnos en la eficiencia y dejar la equidad a los demás, ya sean políticos o administradores. Sin embargo, los demás no suelen llegar a hacerse presentes, por lo que cuando la eficiencia entraña una redistribución ascendente de la riqueza —a menudo, pero no siempre— nuestras recomendaciones son poco más que una licencia para el saqueo. Según Keynes, el problema de la economía radica en reconciliar la eficiencia económica con la justicia social y la libertad individual. Lo primero se nos da bien, y la veta libertaria de la economía promueve lo último de forma sistemática. En cambio, la justicia social parece quedar relegada. Después de que los economistas de izquierdas aceptaran la sumisión de la Escuela de Chicago a los mercados —“ahora todos somos friedmanitas”—, la justicia social quedó supeditada a los mercados, y la preocupación por la distribución se desestimó con la atención prestada al promedio, que a menudo se describe absurdamente como el “interés nacional”.
- Métodos empíricos. La revolución de la credibilidad en la econometría supuso una reacción comprensible a la selección de mecanismos causales por afirmación, que a menudo resulta controvertida y, en ocasiones, difícil de creer. Sin embargo, los métodos aprobados en la actualidad, como los ensayos aleatorios controlados, las diferencias en diferencias o los diseños de discontinuidad de regresión, tienen el efecto de centrar la atención en las repercusiones locales, alejándose de otros mecanismos que podrían resultar importantes pero lentos, caracterizados por desfases más largos y variables. A los historiadores, que comprenden las contingencias y entienden de causalidades múltiples y multidireccionales, suele dárseles mejor que a los economistas seleccionar mecanismos importantes que resulten plausibles, interesantes y dignos de reflexión, incluso si no cumplen las normas de inferencia de la economía aplicada contemporánea.
- Humildad. A menudo, estamos demasiado seguros de tener la razón. La economía cuenta con herramientas poderosas que, si bien pueden brindar respuestas claras, requieren aceptar una serie de supuestos que no son válidos en cualquier circunstancia. Sería conveniente reconocer que casi siempre hay relatos contrapuestos, y aprender a elegir entre ellos.
Giro de opinión
Al igual que la mayor parte de mi generación, siempre pensé en los sindicatos como una molestia que interfería con la eficiencia económica (y a menudo personal), y me alegré de su lento declive. Pero hoy en día las grandes empresas tienen demasiado poder sobre las condiciones laborales, los salarios y las decisiones que se toman en Washington, donde los sindicatos apenas ejercen poder en comparación con los grupos de presión de las empresas. En el pasado, los sindicatos sirvieron para conseguir aumentos salariales para los trabajadores, fueran sindicados o no. En muchos lugares constituían una parte importante del capital social, y acercaron el poder político a la clase trabajadora tanto en sus lugares de trabajo como a nivel del gobierno local, estatal y federal. Su declive está contribuyendo a la bajada de los salarios, al aumento de la brecha entre los ejecutivos y los trabajadores, a la destrucción de la comunidad y al auge del populismo. Daron Acemoglu y Simon Johnson han opinado recientemente que la dirección del cambio técnico siempre ha dependido de quién ostenta el poder de decisión; hay que dar cabida a los sindicatos en la adopción de decisiones sobre inteligencia artificial. El entusiasmo de los economistas por el cambio técnico como instrumento para el enriquecimiento universal ya no se sostiene (si es que alguna vez lo hizo).
Soy mucho más escéptico sobre las ventajas del libre comercio para los trabajadores estadounidenses, e incluso dudo de la afirmación —formulada por mí y por otros en el pasado— de que la globalización ha sido la causa de que la pobreza mundial se haya reducido drásticamente en los últimos 30 años. Tampoco defiendo ya la idea de que el daño infligido por la globalización a los trabajadores estadounidenses fuera un precio razonable que pagar a cambio de reducir la pobreza mundial porque los trabajadores de los Estados Unidos están en una situación mucho mejor que la de las personas pobres de todo el mundo. Considero que la reducción de la pobreza en India tuvo poco que ver con el comercio mundial. Y la reducción de la pobreza en China podría haber resultado menos perjudicial para los trabajadores de los países ricos si las políticas chinas hubieran conducido a un menor ahorro de los ingresos nacionales, de modo que una mayor parte del crecimiento manufacturero pudiera haberse absorbido a nivel nacional. Asimismo, siento no haber hecho un juicio ético lo suficientemente profundo acerca de la disyuntiva entre los trabajadores nacionales y extranjeros. Sin duda, tenemos la responsabilidad de ayudar a los más necesitados, pero también tenemos una serie de obligaciones con nuestros compatriotas que no tenemos con los demás.
Solía adscribir al consenso cuasiunánime entre los economistas de que la inmigración a Estados Unidos era beneficiosa, pues entrañaba grandes ventajas para los migrantes y nulos o escasos costos para los trabajadores nacionales poco calificados. Ya no pienso así. Las opiniones de los economistas no son unánimes, sino que están configuradas por diseños econométricos que, aunque creíbles, a menudo se fundamentan en resultados a corto plazo. El análisis a más largo plazo del último siglo y medio evidencia lo contrario. La desigualdad era elevada cuando la frontera de Estados Unidos estaba abierta; más tarde, se redujo significativamente cuando las fronteras se cerraron; y volvió a aumentar después de Hart-Celler (la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965) a medida que la proporción de nacidos en el extranjero remontó hasta alcanzar los niveles de la edad de oro. También se ha esgrimido de forma plausible que la Gran Migración de millones de afroamericanos desde el sur rural hasta las fábricas del norte no se habría producido si los propietarios de las fábricas hubieran podido contratar a los migrantes europeos de su preferencia.
A los economistas les convendría adentrarse más en las corrientes filosóficas, historiográficas y sociológicas, tal y como hizo Adam Smith en su momento. Y es probable que los filósofos, historiadores y sociólogos también salieran ganando.
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