"Un nuevo multilateralismo para el siglo XXI: Conferencia Richard Dimbleby" Por Christine Lagarde, Directora Gerente, Fondo Monetario Internacional

3 de febrero de 2014

Por Christine Lagarde
Directora Gerente, Fondo Monetario Internacional
Londres, 3 de febrero de 2014

Texto preparado para la intervención

Buenas noches. Es un gran honor haber sido invitada a pronunciar la conferencia Dimbleby este año. Quisiera agradecer a la BBC y a la familia Dimbleby por tan gentil invitación, y en especial a David Dimbleby, por sus amables palabras de apertura.

Esta noche quisiera hablar del futuro. Pero antes quisiera dar un vistazo al pasado, ya que las pistas para descifrar el futuro a menudo pueden hallarse en las huellas del pasado.

Los invito a imaginarse los primeros meses de 1914, hace exactamente un siglo. Gran parte del mundo había experimentado largos años de paz, así como grandes logros en materia de innovación científica y tecnológica que condujeron a avances sin precedentes en los niveles de vida y las comunicaciones. Pocas barreras impedían el comercio, los viajes y los movimientos de capital. El futuro estaba lleno de oportunidades.

Y sin embargo, 1914 fue el punto de partida hacia 30 años de desastres, marcados por dos guerras mundiales y la Gran Depresión. Fue el año en que todo empezó a salir mal. ¿Qué sucedió?

Lo que sucedió fue que el nacimiento de la sociedad industrial moderna dio lugar a una dislocación masiva. El mundo estaba plagado de tensiones: rivalidades entre países que perturbaban el tradicional equilibrio de poder, y desigualdad entre los poderosos y los desposeídos, reflejada en el colonialismo o en las precarias perspectivas de las clases obreras no preparadas.

Para 1914, estos desequilibrios habían dado paso a un conflicto abierto. En los años subsiguientes, las corrientes nacionalistas e ideológicas confluyeron en una denigración nunca antes vista de la dignidad humana. En lugar de utilizarla para elevar el espíritu humano, la tecnología fue empleada como arma de destrucción y terror. Los primeros intentos de cooperación internacional, como la Liga de las Naciones, fracasaron. Al final de la Segunda Guerra Mundial, vastas regiones del mundo estaban en escombros.

Ahora los invito a pensar en un segundo punto de inflexión: 1944. En el verano de ese año, el eminente economista John Maynard Keynes y una delegación de funcionarios británicos se embarcaron en un arriesgado cruce del Atlántico. La travesía era peligrosa: el mundo aún estaba en guerra y los barcos enemigos merodeaban las aguas. Y la salud del propio Keynes era frágil.

Pero Keynes tenía una cita con el destino, y no iba a faltar.

El destino era el pequeño pueblo de Bretton Woods, en las colinas de New Hampshire, en el noreste de Estados Unidos. Su misión era reunirse con sus homólogos de otros países. Y el cometido no era sino reconstruir el orden económico mundial.

Los 44 países que se dieron cita en Bretton Woods estaban resueltos a trazar un nuevo rumbo, basado en la confianza y la cooperación mutuas, en el principio de que la paz y la prosperidad emanan de la cooperación, y en la convicción de que los amplios intereses mundiales deben anteponerse a los propios intereses mezquinos.

Ahí nació el multilateralismo, hace 70 años. Fu el momento en que vieron la luz las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la institución que me enorgullezco en dirigir.

El mundo que heredamos fue forjado por estos caballeros visionarios: Lord Keynes y su generación. Gracias a ellos la paz y la prosperidad renacieron de las cenizas de la angustia y el antagonismo. Tenemos con ellos una enorme deuda de gratitud.

Gracias a su labor, hemos gozado de una estabilidad económica y financiera sin precedentes a lo largo de las últimas siete décadas. Hemos presenciado la erradicación de enfermedades, la disminución de los conflictos, la reducción de la mortalidad infantil, el aumento de la esperanza de vida y el rescate de cientos de millones de personas de la pobreza.

No obstante, hoy en día estamos saliendo de la Gran Recesión, la peor crisis económica —y la gran prueba— de nuestra generación. Gracias al multilateralismo que heredamos, es decir la cooperación internacional, no caímos en otra Gran Depresión que una vez más habría sembrado miseria en todo el mundo. Superamos la prueba; rechazamos el proteccionismo, reafirmamos la cooperación.

Pero el futuro nos depara muchas más pruebas. Estamos viviendo momentos tan trascendentales como los que enfrentaron nuestros predecesores hace un siglo. Una vez más, la economía mundial está experimentando cambios radicales, conforme pasamos de la era industrial a la era digital hiperconectada.

Una vez más, nuestro legado dependerá de cómo respondamos a estos cambios.

Al dirigir la mirada hacia la mitad de este siglo, hacia el mundo que dejaremos a nuestros hijos y nietos, tenemos que hacernos una pregunta: ¿Qué clase de mundo queremos para ellos, y cómo podemos lograrlo?

Como dice Shakespeare en Julio César: “En esa pleamar navegamos ahora, y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable o perder nuestro cargamento”.

Esta noche quisiera referirme a dos corrientes generales que predominarán en las próximas décadas: las crecientes tensiones en las interconexiones mundiales y en la sostenibilidad económica.

Por lo tanto, quisiera formular una propuesta que tenga en cuenta el pasado y que sea apta para el futuro: un marco reforzado para la cooperación internacional.

En pocas palabras, un nuevo multilateralismo para el siglo XXI.

Tensiones en las interconexiones mundiales

Me referiré primero a la primera gran corriente: las tensiones en las interconexiones mundiales, en un mundo que está convergiendo y distanciándose en forma simultánea.

Al decir “convergencia” me refiero al ritmo vertiginoso de integración e interconexión que caracteriza a nuestra era. Es, en realidad, el equivalente moderno de lo que nuestros predecesores enfrentaron en los fatídicos años previos a 1914.

Basta con ver lo entrelazada que ha estado la economía mundial en las últimas décadas.

Por un lado, el comercio mundial ha crecido de manera exponencial. Ahora vivimos en un mundo de cadenas de suministro integradas, en el que más de la mitad de todas las importaciones manufacturadas, y más del 70% del total de importaciones de servicios, son bienes o servicios intermedios. Hoy lo típico es que una empresa manufacturera utilice insumos de más de 35 proveedores diferentes de todo el mundo.

Los vínculos financieros entre países también se han estrechado considerablemente. En los 20 años antes de la crisis de 2008, los préstamos bancarios internacionales —como proporción del PIB mundial— aumentaron 250%. Y cabe esperar que sigan aumentando en el futuro, a medida que más y más países se sumen a la corriente financiera de la economía mundial.

También estamos viviendo una revolución en las comunicaciones, que ha producido una explosión de las interconexiones, con información que viaja a la velocidad de la luz desde una infinidad de puntos de origen. El mundo es ahora un zumbido de voces interconectadas y una colmena de vidas entrelazadas.

Hoy en día, 3.000 millones de personas están conectadas entre sí gracias a Internet. Cada segundo se envían tres millones de mensajes de correo electrónico. En el planeta hay casi tantos dispositivos móviles como personas, y la “mentalidad móvil” está profundamente enraizada en todas las regiones del mundo. De hecho, África y Asia ostentan las tasas más altas de difusión de los dispositivos móviles.

En 1953, cuando la gente sintonizó la transmisión de la coronación de la Reina Isabel II, la experiencia fue relatada esencialmente por una sola voz, la del magistral Richard Dimbleby, a quién honramos el día de hoy. En cambio, ¡el nacimiento del Príncipe Jorge el verano pasado fue anunciado por más de 25.000 mensajes de Twitter por minuto!

Este frenético ritmo de cambio nos permite identificarnos con Violet Crawley, la condesa de Downton Abbey, ¡que se preguntaba si el teléfono era “un instrumento de comunicación o de tortura”!

Este feliz nuevo mundo, este mundo hiperconectado, ofrece una enorme esperanza y promesa.

Los vínculos comerciales y financieros más sólidos pueden aportar beneficios tangibles a millones de personas, gracias a un crecimiento más vigoroso y una mayor convergencia de los niveles de vida. El sueño de eliminar la pobreza extrema está a nuestro alcance.

La revolución de las comunicaciones también puede ser una poderosa fuerza positiva. Puede dotar de oportunidades a la gente, desatar la creatividad, desencadenar el cambio. Fíjense cómo los mensajes de Twitter ayudaron a dar aliento a las personas que participaron en la Primavera Árabe, o cómo las redes sociales que transmitieron los mensajes de Malala en Pakistán sacudieron la consciencia del mundo entero.

Pero no todo es positivo. Cuando los vínculos son tan profundos y densos es difícil desenredarlos. En un laberinto de lazos como este, hasta las tensiones más insignificantes pueden amplificarse, con ecos y reverberaciones en todo el mundo, a menudo instantáneas, y a menudo con giros y vueltas impredecibles. Los canales que llevan a la convergencia también pueden arrastrar el contagio.

Por estas razones, la economía mundial puede hacerse aún más propensa a la inestabilidad. Si no se la gestiona con tino, la integración financiera puede incrementar la frecuencia de las crisis y hacerlas más dañinas. Pensemos, por ejemplo, en dónde y cómo se originó la reciente crisis financiera mundial: en los mercados inmobiliarios de los barrios residenciales de Estados Unidos, y de ahí se propagó a todo el mundo.

La revolución de las comunicaciones también tiene su lado oscuro. Puede sembrar discordia, inculcar faccionalismo y generar confusión. En lugar de un foro digital para las ideas y la expresión, podríamos terminar con una turba virtual o una plataforma mundial para instigar intolerancia u odio. En lugar de una hermosa sinfonía, podríamos terminar con una cacofonía destemplada.

Por lo tanto, el desafío clave para nosotros consistirá en amplificar lo bueno y aplacar lo malo.

Gestionar la gran “convergencia” ya es bastante difícil de por sí, pero la tarea se verá complicada por la otra corriente que ya mencioné: la tendencia del mundo a distanciarse, aun cuando los vínculos se estrechan.

Es una paradoja. A lo que me refiero es a la dispersión del poder en el mundo, hacia regiones geográficamente más diversas y hacia actores mundiales más diversos. A diferencia de la integración, nuestros predecesores no experimentaron nada de esto. Se trata de un rasgo distintivo de nuestra era hiperconectada.

Una de las grandes megatendencias de nuestra era es el desplazamiento del poder mundial de oeste a este y de norte a sur, de unos pocos a muchos, a millares.

Hace 50 años, los mercados emergentes y las economías en desarrollo representaban alrededor de una cuarta parte del PIB mundial. Ahora representan la mitad, y la proporción está aumentando rápidamente, y es probable que llegue a dos terceras partes en la próxima década.

La dispersión del poder también va más allá de las relaciones entre los países, y se extiende a una vasta gama de redes e instituciones que conforman el entramado de la sociedad mundial.

Pensemos en el creciente nexo de las organizaciones no gubernamentales, que pueden aprovechar la revolución de las comunicaciones para extender su alcance y amplificar la voz de la sociedad civil. En apenas 20 años, el número de estos grupos asociados a las Naciones Unidas aumentó de 700 a casi 4.000.

Pensemos en el creciente poder de las empresas multinacionales, que ahora controlan dos terceras partes del comercio mundial. Según algunos estudios, 12 empresas multinacionales están entre las 100 mayores entidades económicas del mundo solo por su tamaño.

Pensemos en las ciudades poderosas: 31 de esas ciudades también están en esa lista de las 100 mayores entidades económicas. Y siguen creciendo. Para 2030, alrededor del 60% de la población mundial será urbana.

Pensemos también en las crecientes aspiraciones de ciudadanos que se sienten cada vez más integrados en nuestra “aldea mundial” interconectada, pero no del todo acostumbrados al nuevo entorno. Para 2030, la clase media mundial podría ascender a 5.000 millones de personas, frente a los 2.000 millones de hoy en día. Esta gente sin duda exigirá mejores niveles de vida, así como más libertad, dignidad y justicia. ¿Por qué habrían de conformarse con menos?

Será un mundo más diverso, con mayores demandas y una mayor dispersión del poder. En un mundo así podría ser mucho más difícil lograr que las ideas se concreten, alcanzar consensos en torno a cuestiones de importancia mundial.

El riesgo es de un mundo más integrado —económica, financiera y tecnológicamente— pero más fragmentado en términos de poder, influencia y capacidad de decisión. Esto puede crear dudas, estancamientos e inseguridad —las tentaciones del extremismo—, y es algo que requiere nuevas soluciones.

Tensiones en la sostenibilidad económica

También necesitamos soluciones para la segunda gran corriente que predominará en las próximas décadas: las tensiones en la sostenibilidad económica, entre mantener la solidez y desacelerar el ritmo.

Desde luego, para lograr crecimiento la prioridad inmediata es superar la crisis financiera, que empezó hace seis años y aún está presente, como los mercados nos lo han recordado en estos días. Esto exige un esfuerzo sostenido y coordinado para atacar los problemas que aún persisten: un legado de altos niveles de deuda privada y pública, sistemas bancarios débiles y obstáculos estructurales para la competitividad y el crecimiento, problemas que nos han dejado con niveles inaceptablemente altos de desempleo.

Ya sé que ustedes están acostumbrados a que el FMI hable de estas cuestiones. Pero esta noche quiero encuadrar estos asuntos en el contexto de obstáculos a más largo plazo. Tres en particular: los cambios demográficos, el deterioro ambiental y la desigualdad del ingreso. Al igual que con las interconexiones mundiales, algunos de estos problemas les resultarían conocidos a nuestros predecesores, como la creciente desigualdad, por ejemplo. Pero otros son problemas nuevos e inéditos, como la presión sobre el medio ambiente.

Aspectos demográficos

Primero quisiera referirme a las cuestiones demográficas. En las próximas tres décadas la población mundial crecerá y envejecerá mucho.

En 30 años habrá aproximadamente 2.000 millones más de personas en el planeta, y unos 750 millones serán de más de 65 años. En 2020, por primera vez habrá más personas mayores de 65 años que niños de menores de 5 años.

La distribución geográfica también cambiará: la población joven en regiones como África y el sur de Asia aumentará marcadamente, mientras que en Europa, China y Japón la población envejecerá y se contraerá. Prevemos que, en términos de población, en las próximas décadas India rebasará a China, y Nigeria superará a Estados Unidos. Y China e India empezarán a envejecer en el futuro cercano.

Esto puede causar problemas en ambos extremos del espectro demográfico, en los países jóvenes y en los que están envejeciendo.

En este momento, los países jóvenes están experimentando un “burbuja juvenil”, con casi 3.000 millones de personas —la mitad de la población mundial— de menos de 25 años. Esto podría ser una bendición o un castigo, es algo que podría arrojar un dividendo demográfico o convertirse en una bomba de tiempo demográfica.

Una población joven es sin duda terreno fértil para la innovación, el dinamismo y la creatividad. Pero todo dependerá de que se genere suficiente empleo para satisfacer las aspiraciones de la generación en ascenso.

Lo que se necesita es centrar la atención de lleno en mejorar la educación y, sobre todo, en los efectos potencialmente masivos de los avances tecnológicos en el empleo. En el futuro, factores tales como la revolución de Internet, el avance de las máquinas inteligentes y el creciente componente altamente tecnológico de los productos incidirán notablemente en el empleo y en la manera en que trabajamos. Y sin embargo, los gobiernos no están enfocando esta circunstancia de una manera suficientemente estratégica o con la suficiente iniciativa.

Los países que están envejeciendo tendrán otros problemas, claro. Se enfrentarán a una desaceleración del crecimiento justo en un momento en que necesitan cuidar a la generación que se retira, gente que ha aportado a la sociedad y que, como parte del pacto social, espera que se le brinde servicios sociales adecuados a medida que entren en el ocaso de su vida. Esto también puede genera tensiones.

La migración de los países jóvenes a los viejos podría ayudar a aliviar presiones en ambos extremos. Pero también podría inflamar las tensiones: la fuga de cerebros podría socavar el potencial productivo en los países de origen, y una llegada repentina de gente podría erosionar la cohesión social en los países anfitriones y alimentar el nacionalismo. Sí, la migración puede ayudar, pero hay que saber gestionarla.

Deterioro ambiental

Tal como mencioné, los factores demográficos podrían constituir un obstáculo a largo plazo. Otro obstáculo es el deterioro ambiental, el reto más reciente y más grande de nuestra era. Todos sabemos lo que está en juego. Cada vez más gente, con más prosperidad, explotará al máximo los recursos de nuestro medio ambiente.

Y a medida que avance el siglo, seguramente surgirán problemas cada vez más agudos en torno a la escasez de agua, alimentos y energía. Para 2030, casi la mitad de la población mundial vivirá en regiones con graves problemas o escasez de agua.

Sobre todo esto se cierne el avance inexorable del cambio climático. Debido al orgullo desmedido de la humanidad, el medio ambiente natural, que necesitamos como sustento, se está volviendo en contra nuestra.

No cabe duda de que los que sufrirán más por las convulsiones climáticas son los habitantes más vulnerables del mundo. Por ejemplo, según algunas estimaciones, 40% de las tierras de África subsahariana dedicadas hoy al cultivo de maíz ya no podrán sustentarlo llegada la década de 2030. Esto tendrá implicaciones enormemente perturbadoras para la actividad económica y la vida de los habitantes de África.

Hace unos años, el Príncipe Carlos pronunció un discurso en honor a Richard Dimbleby en el que abogó con vehemencia por el respeto de la ley natural de sostenibilidad ecológica. “Si le fallamos al planeta”, dijo, “le fallamos a la humanidad”.

La mala noticia es que nos estamos acercando peligrosamente a un punto crítico. La buena noticia es que no es demasiado tarde para cambiar la situación, aunque estén subiendo las aguas.

Superar el cambio climático es obviamente un proyecto gigantesco con una multitud de piezas en movimiento. Querría mencionar apenas un componente: asegurar que la gente pague por los daños que ocasiona. ¿Por qué es que este aspecto, es decir dar con el precio justo, es tan importante? Porque ayudará a causar menos daño hoy y a estimular la inversión en las tecnologías de baja emisión de carbono del mañana.

Eliminar paulatinamente los subsidios energéticos y dar con el precio adecuado de la energía también deben ser parte de la solución. Pensémoslo: estamos subvencionando el mismísimo comportamiento que está destruyendo nuestro planeta, y a una escala enorme. Tanto los subsidios directos como la pérdida del ingreso tributario proveniente de los combustibles fósiles consumieron casi US$2 billones en 2011; ¡lo cual equivale aproximadamente al PIB total de países como Italia o Rusia! Y lo peor es que estos subsidios benefician principalmente a los sectores de la población relativamente pudientes, no a los pobres. Recortar los subsidios y tributar debidamente el uso de la energía puede ser beneficioso tanto para el planeta como para sus habitantes.

Desigualdad del ingreso

Los factores demográficos y el deterioro del medio ambiente son dos grandes tendencias a largo plazo, y la disparidad del ingreso es la tercera. Este es en realidad un viejo tema que ha pasado nuevamente a primer plano.

Todos estamos sumamente conscientes de que la desigualdad del ingreso ha estado en aumento en la mayoría de los países. A nivel mundial, siete de cada diez personas viven en un país en el cual la desigualdad se ha agudizado en las tres últimas décadas.

Algunas de estas cifras son apabullantes: de acuerdo con Oxfam, las 85 personas más ricas del mundo poseen la misma cantidad de riqueza que la mitad más pobre de la población mundial.

En Estados Unidos, la desigualdad ha retomado los niveles previos a la Gran Depresión, y el 1% más rico captó 95% del aumento total del ingreso desde 2009, en tanto que el 90% más pobre se empobreció más. En India, el patrimonio neto de la colectividad de multimillonarios se multiplicó por 12 en 15 años, lo cual bastaría para eliminar la pobreza absoluta del país dos veces.

Con hechos como estos, no es sorprendente que la desigualdad atraiga cada vez más la atención de la comunidad internacional. No es sorprendente que hablen de ella desde la Confederación de la Industria Británica hasta el Papa Francisco, porque puede quebrar la valiosa estructura que sustenta a la sociedad.

Permítanme expresarme con franqueza: en el pasado, los economistas subestimaron la importancia de la desigualdad. Se centraron en el crecimiento económico, en el tamaño del pastel y no en su reparto. Hoy, estamos más conscientes del daño que causa la desigualdad. En términos básicos, una distribución profundamente sesgada del ingreso atenta contra la velocidad y la sostenibilidad del crecimiento a más largo plazo. Lleva a una economía de exclusión, y a un páramo de potencial desperdiciado.

Es fácil diagnosticar el problema, pero mucho más difícil resolverlo.

Gracias a los estudios que realizamos en el FMI, sabemos que el sistema fiscal puede contribuir a reducir la desigualdad mediante políticas de tributación y gasto concebidas con cuidado: pensemos por ejemplo en una tributación más progresiva, un mejor acceso a salud y educación, y programas sociales eficaces y focalizados. Pero estas políticas son difíciles de elaborar y, dado que producen ganadores y perdedores, generan resistencia y exigen coraje.

No obstante, no podemos ignorar este aspecto y, a la hora de diseñar las políticas, debemos cerciorarnos de que la “inclusión” reciba la misma importancia que el “crecimiento”. Sí, necesitamos un crecimiento inclusivo.

Más inclusión y oportunidades en la vida económica también significan menos compadrazgos y corrupción. Este tema también debe ser prioritario en la agenda de políticas.

Hay otra dimensión de la desigualdad que quisiera mencionar hoy, y se trata de algo que me es cercano. Al hablar de la inclusión en la vida económica, indudablemente debemos hablar de la diferencia entre los sexos.

Como sabemos de sobra, las niñas y las mujeres todavía no tienen la posibilidad de llegar a su máximo potencial, no solo en el mundo en desarrollo, sino también en los países ricos. La Organización Internacional del Trabajo estima que 865 millones de mujeres en el mundo entero no pueden avanzar. Sufren discriminación en la cuna, en la escuela y en los escalafones empresariales más altos. Se enfrentan a la reticencia del mercado y a la propia mentalidad de la gente.

Aun así, los hechos económicos no podrían estar más claros. Al impedir que la mujer contribuya, terminamos con niveles de vida más bajos para todos. Si la mujer participara en la fuerza laboral en la misma medida que el hombre, los ingresos per cápita podrían dar un salto enorme: 27% en Oriente Medio y Norte de África, 23% en Asia meridional, 17% en América Latina, 15% en Asia oriental, 14% en Europa y Asia central. Sencillamente no podemos darnos el lujo de desperdiciar estos avances.

Permitir que la mujer participe en igualdad de condiciones con el hombre, algo a lo que me refiero como “Atreverse a aprovechar la diferencia”, puede transformar la situación económica mundial. Debemos hacer posible el éxito de la mujer, por nosotros y por todas las niñas —y niños— del futuro. El mundo será de ellos: hagámoslo realidad.

Un multilateralismo para una nueva era

He hecho referencia a los principales focos de presión que predominarán en la economía mundial en los años venideros: la tensión entre el acercamiento y el alejamiento, y entre mantener la solidez y desacelerar el ritmo. He hecho referencia a presiones que habrían resultado conocidas hace un siglo, y otras que son totalmente nuevas.

Entonces: ¿cómo manejamos estos focos de presión? ¿Dónde encontraremos las soluciones?

Para superar la primera tensión, no hay más que responder a una pregunta sencilla: ¿cooperamos como una familia mundial o nos enfrentamos atrincherados en el aislamiento propio? ¿Somos amigos o enemigos? Para superar la segunda tensión es necesario afrontar peligros comunes que no están limitados por fronteras. ¿Nos enfrentamos a la adversidad juntos, o trazamos más límites y líneas de Maginot que no serán sino protecciones imaginarias?

La respuesta a ambas tensiones es, por lo tanto, la misma: un renovado compromiso con la cooperación internacional, con la primacía del interés internacional por encima del interés propio, con el multilateralismo.

Como dijo una vez Martin Luther King, “Estamos atrapados en una red de mutuo interés, de la que no podemos escapar y que nos une en un mismo destino. Lo que afecta a uno directamente, afecta a todos indirectamente”.

Se trata en realidad de una vieja lección para una nueva era. En un momento tan crítico como el que vivimos, debemos optar por los valores de 1944, no los de 1914. Necesitamos reavivar el espíritu de Bretton Woods que tanto nos ha ayudado.

Sin embargo, esto no significa que debamos partir nuevamente desde cero.

Gracias al legado de la historia, disponemos de modalidades de cooperación específicas y que funcionan. Nuevamente, piensen en las Naciones Unidas, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y, naturalmente, el FMI. Las podríamos denominar modalidades de gobernabilidad mundial concretas o “duras”.

A la vez, disponemos de una serie de instrumentos “blandos”, como el G-20 en un extremo y las redes de organizaciones no gubernamentales en el otro. Estas entidades carecen de mandatos oficiales y facultades jurídicas de exigibilidad, pero no por eso dejan de ser valiosas. Pueden actuar con rapidez y entreabrir las puertas del diálogo. Y, según las famosas palabras de Winston Churchill, “Siempre es mejor hablar que guerrear”.

Hemos visto el poder del multilateralismo, tanto “duro” como “blando”, en acción. Para ver un ejemplo de cooperación blanda, basta con pensar en Londres hace cinco años, cuando los países del G-20 se aunaron para hacer retroceder la crisis y se aseguraron de que el mundo no cayera en otra Gran Depresión.

En cuanto a las modalidades más concretas, los invito a pensar en el papel histórico desempeñado por el FMI a lo largo de los años: ayudó a Europa después de la guerra, a las nuevas naciones de África y Asia después de la independencia, al ex bloque oriental después de la caída de la Cortina de Hierro, y a América Latina y Asia después de crisis paralizantes. Durante la crisis actual, asumimos 154 compromisos de préstamo nuevos, desembolsamos US$182.000 millones a países necesitados, y proporcionamos asistencia técnica a 90% de nuestros miembros. Y tenemos 188 países miembros.

Lo bueno del nuevo multilateralismo es que puede partir de las bases que ya existen, y trascenderlas. Los instrumentos de cooperación que tenemos resultaron sumamente útiles durante las últimas décadas, y es necesario conservarlos y protegerlos. Eso significa que las instituciones como el FMI deben modernizarse plenamente, y deben ser plenamente representativas de la dinámica cambiante de la economía mundial. En eso estamos trabajando ahora.

A un nivel más general, el nuevo multilateralismo debe tornarse más inclusivo, y abarcar no solo las potencias emergentes del mundo entero, sino también las crecientes redes y coaliciones que se encuentran íntimamente integradas en la estructura de la economía mundial. El nuevo multilateralismo debe tener la capacidad para escuchar esas voces y responderles.

El nuevo multilateralismo también debe ser ágil y asegurarse de que las modalidades “blanda” y “dura” de colaboración no compitan, sino que se complementen. Necesita promover una perspectiva a largo plazo y una mentalidad mundial, y mostrará determinación a corto plazo, para superar la tentación del aislacionismo y la mediocridad.

Fundamentalmente, debe imprimirles un sentido más amplio de responsabilidad social a todos los agentes de la economía internacional moderna. Debe infundir los valores de una economía de mercado civil internacional; una versión moderna y mundial de un “gremio medieval”, para decirlo de algún modo.

¿Qué podría significar esto en la práctica? Claramente, muchas cosas; la primera, que todos los participantes mundiales asuman la responsabilidad colectiva de manejar los complejos canales de este mundo hiperconectado.

Para empezar, eso significa un renovado compromiso con la apertura y los beneficios mutuos del comercio internacional y la inversión extranjera.

También exige la responsabilidad colectiva de manejar un sistema monetario internacional que está a años luz del viejo sistema de Bretton Woods. La responsabilidad colectiva se traducirá en una cooperación más estrecha entre todas las instituciones monetarias, que serán conscientes del impacto que sus políticas podrían tener sobre terceros.

A su vez, significa que necesitamos un sistema financiero para el siglo XXI. ¿A qué me refiero con esto?

A un sistema financiero que esté al servicio de la economía productiva y no al servicio de sus propios fines, en el cual las jurisdicciones solo busquen sacar ventaja siempre que prevalezca el bien común internacional, y con una estructura regulatoria de alcance mundial. A una supervisión financiera que logre frenar el exceso y asegure al mismo tiempo que el crédito llegue a manos de quienes más lo necesitan. Y también a una estructura financiera en la cual la industria asume la responsabilidad que le corresponde por la integridad del sistema en su conjunto, en la cual se toma la cultura con la misma seriedad que el capital, y en la cual el valor imperante es estar al servicio de la economía real, no dominarla.

Esto tiene especial resonancia aquí, en la City de Londres. Como centro financiero de influencia mundial, debe ser un centro financiero con responsabilidad internacional. Y con todo respeto y admiración ¡para eso no basta con nombrar a un jefe canadiense para el Banco de Inglaterra!

También necesitamos que el multilateralismo del siglo XXI aborde grandes temas como el cambio climático y la desigualdad. En eso, ningún país puede actuar solo. Luchar contra el cambio climático requerirá el esfuerzo concertado de todos: gobiernos, ciudades, empresas, la sociedad civil e incluso el hombre de la calle. Los países deben aunarse para hacerle frente a la desigualdad. Para citar un solo ejemplo, si compiten para atraer empresas bajando los impuestos sobre sus rentas, la desigualdad podría agravarse.

El tipo de cooperación que tengo en mente para este nuevo siglo no será fácil. Incluso podría resultar más difícil a medida que pasa el tiempo, cuando la crisis llegue a su fin, cuando nos durmamos en los laureles, incluso cuando quizá se estén sembrando las semillas de la próxima crisis.

Pero dadas las corrientes que predominarán en las décadas venideras, ¿nos queda realmente otra alternativa? El nuevo multilateralismo no es negociable.

***

Conclusión

Para concluir, permítanme regresar al comienzo, a Keynes y esa famosa cita con el destino.

Refiriéndose a ese gran hito de la multilateralismo, dijo que “si podemos continuar así, esta pesadilla, en la que la mayoría de los presentes hemos pasado gran parte de nuestras vidas, tocará a su fin. La hermandad entre los hombres dejará de ser simplemente una expresión”.

La historia le dio la razón a Keynes. Nuestros antepasados derrotaron a los demonios del pasado y nos legaron un mundo mejor: y nuestra generación fue la principal beneficiaria.

Estamos donde estamos gracias a los cimientos que sentó la generación que nos precedió.

Ahora nos toca a nosotros preparar el terreno para la próxima generación. ¿Estamos a la altura de ese reto? Nuestro futuro dependerá de la respuesta a esa pregunta.

Muchas gracias.

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