Gary Seidman traza una semblanza de Anne Case, una investigadora de Princeton que estudia el cruce entre salud y economía

 

Década tras década, en Estados Unidos lo normal era que los niños estuvieran más sanos que los de la generación anterior y vivieran más tiempo que ellos. Para Anne Case, el país había estado haciendo lo correcto. A finales de la década de 1960, los avances en las vacunas y los antibióticos habían contribuido a que los estadounidenses vivieran, en promedio, casi 70 años, un aumento del 50% respecto al comienzo del siglo. Finalizada la década de 1980, los medicamentos contra la hipertensión habían reducido las enfermedades cardiovasculares, una de las principales causas de muerte en Estados Unidos. Y durante los años de la posguerra, se evitaron millones de muertes prematuras gracias a las permanentes campañas del gobierno contra el tabaquismo, a favor de mejorar la seguridad en los lugares de trabajo, regular la contaminación, construir autopistas más seguras y ampliar el acceso a la medicina, logros notables de las políticas públicas.

Pero entonces —dice Case, coautora junto con Angus Deaton de Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo, un best seller de 2020 de The New York Times— algo “importante, horrible e inesperado” echó a perder todo un siglo de progreso hacia la reducción de la mortalidad en Estados Unidos. Se acumularon muchos factores: el desplazamiento de puestos de trabajo, el consumo de drogas, el deterioro de los vínculos sociales y, en definitiva, la incapacidad del capitalismo para atender adecuadamente a la clase trabajadora estadounidense en décadas recientes. Esta situación vino como anillo al dedo para el trabajo de investigación de Case.

Crecer con empatía 

Una gran parte de la labor de investigación de Case se centra en entender cómo los pobres se las arreglan para salir adelante en circunstancias difíciles. “Me criaron unos padres que se preocupaban mucho por lo que le pasaba a la gente con menos recursos, y eso despertó mi interés por saber exactamente cómo se las arregla la gente más pobre, y qué es exactamente lo que hace para sobrevivir”, dijo a F&D. 

Case creció en el norte del estado de Nueva York en la década de 1960 y 1970, “observando la desindustrialización en primera fila”. A su alrededor, cerraban las fábricas de calzado y de maquinaria empresarial, y mandaban a los trabajadores a sus casas. Las comunidades locales sufrían penurias. El libre comercio y la deslocalización empezaban a cobrar impulso. “Los sueldos de los obreros alcanzaron su nivel más alto en 1972”, señala, y explica que los sindicatos se estaban debilitando, la gente iba cada vez menos a la iglesia, las tasas de matrimonio empezaban a desplomarse y algunos de los pilares tradicionales que durante tanto tiempo habían mantenido el dinamismo y la prosperidad de las comunidades se estaban esfumando. Case recuerda que IBM, el fabricante pionero de computadoras y una fuente de empleo de primer orden en su comunidad local, empezó a “pasar la página y levantar el campamento”. 

De adolescente, Case comenzó a interesarse por las ciencias sociales y las matemáticas “y de verdad quería hacer algo por el bien común”. Se matriculó en la Universidad Estatal de Nueva York en Albany y cuando terminó la primera asignatura de Economía ya se sentía fascinada. La Econometría se convirtió en su pasión. “Me gustaba el hecho de que era una tarea empírica, y me encantaba la estadística”. Luego, cursó una maestría en asuntos públicos en la Escuela Woodrow Wilson de Princeton y después, tras un año trabajando en el Banco Mundial, regresó a Princeton para doctorarse en Economía en 1988. Hoy ocupa la cátedra Alexander Stewart de Economía y Asuntos Públicos, creada en 1886, y ha cosechado numerosos galardones académicos. “Me cautivó la vida académica. Me encanta combinar docencia e investigación y poder dar un paso al costado para trabajar sobre el terreno”, dice. 

En la década de 1990, viajó a Sudáfrica para ver por sí misma la tragedia del sida y el daño que esas muertes en la plenitud de la vida causaban a la sociedad y la economía. También dedicó algún tiempo a colaborar con la economista Christina Paxson, su amiga y colega, quien ahora preside la Universidad Brown, en un estudio sobre la salud en las primeras etapas de la vida y sus efectos en etapas posteriores. Expuso los efectos de los trastornos de salud en los ingresos. “Cuando alguien está enfermo o siente mucho dolor, o tiene problemas de salud mental, no va a tener éxito en el mercado laboral”, dijo. “Su trabajo siempre me pareció extraordinario”, dijo Deaton, su marido y frecuente coautor, quien recibió el Premio Nobel de Economía en 2015. Cuando regresó a Princeton, Case pasó a investigar cómo las perturbaciones en los ingresos repercutían en la salud y el bienestar de los trabajadores en Estados Unidos. 

Case “presta una atención especial a los detalles y logra que los datos sean fáciles de entender”, dijo el profesor Jonathan Skinner, quien estudia la Economía de la salud en Dartmouth. Es capaz de “extraer información de los datos en la que quizá nadie se había fijado antes”. 

Me criaron unos padres que se preocupaban mucho por lo que le pasaba a la gente con menos recursos, y eso despertó mi interés por saber exactamente cómo se las arregla la gente más pobre, y qué es exactamente lo que hace para sobrevivir.
Las fallas mortales del capitalismo

Lo que Case y Deaton empezaron a descubrir fue que el bienestar de los estadounidenses sin un título universitario se estaba deteriorando desde todos los puntos de vista: económico, social, emocional y médico. Esto se manifestaba en el dolor físico que sufrían (y que declaraban en las encuestas del gobierno estadounidense) y en las muertes que se producían por sobredosis de drogas, insuficiencia hepática y suicidio. La esperanza de vida de los adultos sin título universitario alcanzó su nivel máximo hacia 2010 y desde entonces no ha hecho más que descender. Ya en 2021, las personas sin título universitario vivían “unos ocho años y medio menos que los titulados”, escribieron Case y Deaton en un ensayo publicado el año pasado en el New York Times. La economía del país, siempre en transición, había dejado fuera de juego a la clase trabajadora estadounidense en las últimas décadas, y esto no caía nada bien. Había eliminado muchos de sus empleos, recortado salarios y oportunidades, vaciado sus comunidades, bajado el nivel social y llevado a algunos de ellos a recurrir a hábitos no saludables para sobreponerse. 

Tim Besley, de la Escuela de Economía de Londres, dijo que “el trabajo inicial de Case y Deaton había creado un gran revuelo”. Recuerda haber oído que, en un evento en la Casa Blanca, el entonces presidente Barack Obama los acorraló para que contaran sus hallazgos.

Lo que el dúo de Princeton describió más tarde en su libro de 2020 es un torrente de malas rachas que durante varias décadas cayó encima de los estadounidenses de mediana edad, de clase trabajadora y con pocos estudios. No se salvó ningún género ni raza. Pero a los estadounidenses blancos de mediana edad sin título universitario no les fue especialmente bien, sobre todo en regiones donde antes los puestos en fábricas y otros empleos no cualificados eran abundantes y satisfactorios. Para Case era una historia bien conocida. Empezaba con la desdicha de una transición económica que llevaba varios años fraguándose, como la deslocalización de empleos en Estados Unidos hacia mercados laborales más baratos y la disparidad cada vez mayor entre ricos y pobres. La situación generaba un resentimiento que se filtraba en los comportamientos y el estilo de vida. De seguir así, se corría el alarmante riesgo de que la polarización social, económica y educativa se intensificara en el país. 

El desequilibrio de la economía era beneficioso para algunos, pero profundamente desmoralizante para quienes se quedaban atrás. Case y Deaton se dieron cuenta de que esta vez había otro elemento crucial que complicaba exponencialmente la situación. La prescripción excesiva de analgésicos como el OxyContin (oxicodona) a finales de la década de 1990, seguida de la disponibilidad de heroína más barata y, más tarde, de opioides sintéticos como el fentanilo, llevaron a un repunte insólito de muertes por sobredosis. 

La epidemia de las drogas llegó en un momento vulnerable para Estados Unidos, cuando la fuerza de trabajo estaba evolucionando, la economía de Internet estaba dando los primeros pasos y mucha gente estaba tratando de encontrar terreno seguro. Case estaba escrutando los datos públicos y tratando de atar cabos. “Este trabajo cobró vida propia, mi propia vida”, dijo. “Cuando empezamos a escarbar, se hizo difícil parar”. Deaton admite: “A veces creo que Anne lleva metido en algún rincón de la cabeza cada dígito de cada cifra del sistema estadístico de Estados Unidos”.

“Nos dimos cuenta de que lo que estaba aumentando era el suicidio, el consumo de alcohol, las enfermedades hepáticas y las sobredosis de drogas”, señaló Case. “Todas son muertes por mano propia”. A comienzos del nuevo siglo, las muertes de este tipo empezaron a acumularse y a afectar profundamente las tasas de mortalidad del país. “Me pareció que todas apuntaban a cierto grado de desesperanza”.

Charles Fain Lehman, del Instituto Manhattan, no está convencido de que todas las piezas del rompecabezas encajen del todo bien. “No estoy seguro de que las pruebas respalden necesariamente la interpretación que ellos estaban proponiendo”, dijo. Lehman cree que la facilidad con que pueden obtenerse drogas cada vez más potentes en la calle incide más en el aumento de la mortalidad que la desesperanza desencadenada por la economía, que avala Case. 

Case señala que otros países ricos del mundo se enfrentan a muchos de los mismos problemas relacionados con la globalización, la automatización y el impacto de estos factores en la fuerza de trabajo. “Pero no desencadenaron una droga que básicamente es heroína en forma de pastillas con etiqueta de la FDA, y tampoco dieron permiso para recetarla a cualquier médico con un talonario de recetas”, dijo. “El Congreso se limitó a hacer la vista gorda”.

A diferencia de esas otras economías desarrolladas, Estados Unidos “dejó que Purdue Pharma inundara el país de comerciantes que iban, con sus mapas, buscando las zonas donde la gente sentía dolor, se había quedado sin trabajo y tenía menos estudios, y se dirigieron precisamente a esos lugares. Esas pastillas tenían que caer en terreno fértil”, dijo.

Las destrezas a examen

Aproximadamente dos tercios de la población activa de Estados Unidos carece de titulación universitaria. Es un grupo demográfico importante que hay que tener en cuenta, puesto que la modernización imparable de la economía crea nuevos empleos que, con más frecuencia, requieren destrezas digitales y técnicas. Según Case, el país está más dividido que nunca en niveles educativos, y esto ha llevado a una sensación generalizada y preocupante de injusticia y desigualdad. “Quienes no tienen carrera universitaria no ven esperanza para sí mismos. Y a lo mejor tampoco ven esperanza para sus hijos, lo cual es igual de importante. Creen que viven en un sistema amañado en su contra”, dijo Case. “Suena bastante lógico”. 

Case se siente alentada por algunos de los esfuerzos que se están haciendo hoy en día para resolver la situación. Una solución que está cobrando fuerza es prohibir la discriminación basada en el nivel educativo. En los dos últimos años, según la Institución Brookings, más de 20 estados han ampliado el acceso a puestos de trabajo de la administración pública al suprimir el requisito de título universitario. Están abriendo las puertas a trabajadores que “adquirieron sus destrezas en escuelas de extensión universitaria o en el ejército, con estudios parciales o programas de certificación y, sobre todo, trabajando”. 

Como economista especializada en los efectos de los problemas de salud en los ingresos y de los problemas de ingresos en la salud, Case cree que “hay que volver a encarrilar el capitalismo”, especialmente en lo que se refiere al acceso y la asequibilidad propios de la atención de la salud.

La trayectoria de Case, que creció en una región muy golpeada por la desindustrialización y ahora es una destacada economista especializada en salud y trabajo, ha estado marcada por una gran compasión hacia aquellos a quienes los giros económicos dejaron atrás. “Me conmueve profundamente la cantidad de gente que me ha escrito”, dijo. “Me cuentan lo que les pasó a ellos, o a su hermana, su hermano o su padre”. 

Su trabajo nos recuerda la importancia de recurrir al análisis económico para mejorar la condición humana, y ha avivado un debate a escala nacional sobre los desafíos a los que se enfrenta la clase trabajadora estadounidense. La labor de Case “no es un ejercicio empírico restringido —dijo Besley—, sino una herramienta de las ciencias sociales que une todas las piezas”. En último término, es un repaso descarnado y aleccionador sobre la situación actual del capitalismo en Estados Unidos y sobre las políticas e inversiones que se necesitan para crear un entorno más equitativo para los trabajadores, reforzar las redes de protección social para los rezagados y hacer frente a la epidemia de los opioides.

GARY A. SEIDMAN es periodista residente en Seattle y ha trabajado para The Economist, The New York Times, Reuters, CNN y MSNBC.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.