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El primer objetivo de la renovación económica tiene que ser el desarrollo humano en un planeta próspero y con vida

Si lo que se pretende es que la economía sea una herramienta para que las sociedades superen las crisis endémicas y avancen hacia un futuro resiliente y próspero, la renovación económica ha de empezar con un mapa y un rumbo nuevos acordes con los tiempos que vivimos.

Como escribió John Maynard Keynes en 1938, “la economía es la ciencia de pensar en términos de modelos, unida al arte de elegir modelos que son idóneos para el mundo contemporáneo”. Resulta irónico que algunos de los modelos profundamente influyentes que continúan definiendo las ideas económicas actuales fueron concebidos en la época del propio Keynes. Si estuviera vivo en este siglo —y si constatara la magnitud de las crisis sociales ecológicas a las que nos enfrentamos—, Keynes sin duda exhortaría a sus colegas economistas a crear nuevos modelos que reflejen los conocimientos, la realidad y los valores de nuestra época. Y no le faltaría razón.

El siglo pasado, cuando el pensamiento económico de la posguerra adoptó el crecimiento como su objetivo de facto, el PIB se convirtió en la brújula del economista: describía el progreso como una curva exponencial, medida por un solo indicador de valor monetario que apuntaba al incremento incesante, sin importar cuán rica ya fuera una nación. Las consecuencias de que los países ricos siguieran dando prioridad al crecimiento del PIB y no a abordar la desigualdad y proteger el mundo natural ahora saltan a la vista.

En este siglo, necesitamos un objetivo más holístico y de mayor alcance: el desarrollo humano en un planeta próspero y con vida. Y resulta que la brújula que puede marcarnos el rumbo se parece a una rosquilla (gráfico 1). Asigna prioridad a las necesidades y los derechos esenciales de todas las personas, desde la alimentación, el agua y la salud hasta el trabajo digno y la igualdad de género. Al mismo tiempo, reconoce que la salud de todos los seres vivos depende de que se protejan los sistemas vitales de la Tierra: un clima estable, suelos fértiles, océanos limpios y una capa de ozono protectora. En los términos más sencillos, la rosquilla permite que la humanidad prospere dentro del espacio comprendido entre una base social y un techo ecológico, o, dicho de otro modo, cubriendo las necesidades de todas las personas con los medios que ofrece nuestro planeta.

Al adoptar esta brújula, se reemplaza el indicador único del PIB con un tablero de diversos indicadores sociales y ecológicos. Esto supone redefinir el éxito no como el crecimiento incesante sino como el logro de la prosperidad dentro de un equilibrio de límites sociales y ecológicos. Esto exige un profundo cambio de paradigma. Como ninguna economía del mundo ha podido atender las necesidades de todos sus habitantes con los medios que proporciona nuestro planeta (Costa Rica es el país que más se ha acercado), ninguna economía debería considerarse del todo “desarrollada”.

Si la rosquilla es una brújula para el progreso en el siglo XXI, ¿qué tipo de visión macroeconómica mundial le permitiría a la humanidad alcanzar ese objetivo? En la década de 1940, cuando Paul Samuelson trazó por primera vez el icónico diagrama de flujo circular —que describe los flujos monetarios que circulan entre hogares y empresas, entre bancos y gobiernos—, en esencia definió el modelo de la macroeconomía que regiría el pensamiento económico del siglo XX. Ese modelo aún se aplica como plano conceptual básico de los sistemas económicos de hoy en día.

Pero como dijera el pensador John Sterman, “los supuestos más importantes de un modelo no son los que están en las ecuaciones, sino los que no lo están; no los que están documentados, sino los no enunciados; no los que están en las variables de la pantalla de la computadora, sino los espacios en blanco que las circundan”. Lo que no se ve en los espacios en blanco alrededor del modelo de flujo circular de Samuelson son las enormes cantidades de energía, materiales y desechos que conlleva la actividad económica. Haberlas invisibilizado ha sido sumamente peligroso para la vida en el planeta.

Confrontar las consecuencias ecológicas de la actividad económica es ahora una obligación moral de suma importancia.

En un mapa para el siglo XXI, el punto de partida tiene que ser mucho más holístico y biocéntrico, y debe reconocer que la economía anida en el mundo natural y depende de él.

 

La decisión al parecer obvia de describir la economía como un subsistema de la biosfera terrestre es también uno de los actos más radicales y esenciales para el replanteamiento de la economía en este siglo. Requiere que todos los análisis económicos reconozcan que la economía es un sistema abierto —con cuantiosas entradas y salidas de energía y materia— que forma parte de la singular y sutilmente equilibrada biosfera de nuestro planeta.

Desde esta perspectiva se observa nítidamente que la energía, no el dinero, es el insumo fundamental de la vida, y que sobre ella se asientan todos los sistemas humanos, ecológicos e industriales. La dependencia de la energía es el quid del teorema del economista. Tenemos que reconocer que el uso continuo de recursos por parte de la humanidad ejerce una intensa presión sobre los límites del planeta, y genera un alto riesgo de que se socave la estabilidad ecológica de la que dependen fundamentalmente todas las vidas, entre ellas la humana.

Al encuadrar así la economía como parte del mundo natural, la búsqueda incesante de crecimiento en el siglo XX se ve claramente desmentida por las evidencias empíricas hasta la fecha. El afán por desvincular del crecimiento del PIB las emisiones de carbono y el uso de materiales con base en el consumo en las economías de alto ingreso de hoy en día está lejos de avanzar a la velocidad y la escala necesarias para evitar los puntos de inflexión críticos.

Esto nos impele a cuestionar los límites del crecimiento y a considerar posibilidades económicas que vayan más allá del crecimiento, sobre todo en las economías ricas. Confrontar las consecuencias ecológicas de la actividad económica es ahora una obligación moral de suma importancia.

Cambiar el rumbo del pensamiento económico también implica considerar desde una perspectiva más holística la gama de actividades económicas que permiten colmar las necesidades y los anhelos esenciales de las personas. Por más de un siglo, el pensamiento económico convencional ha estado dictado por una contienda ideológica sobre las funciones respectivas que deberían desempeñar el mercado y el Estado. Ambos bandos han perdido de vista otras dos fuentes cruciales de aprovisionamiento: el hogar y el patrimonio común. Gran parte del valor que generan estas fuentes no está reflejado en el PIB, pero ambas son un componente fundamental del modelo económico que considera a la economía anidada en el mundo natural, ya que el valor que producen es fundamental para el bienestar humano.

Consideremos, por ejemplo, el cuidado no remunerado que prestan predominantemente las mujeres en el hogar, y que es indispensable y subsidia sistemáticamente el trabajo remunerado. De forma similar, el patrimonio común puede ser un medio muy eficaz de suministrar bienes y servicios cuyo valor no se ve reflejado en un intercambio monetario, y que abarca desde el software de código abierto hasta Wikipedia y la gestión transnacional de las cuencas hidrográficas.

El primer objetivo de la renovación económica tiene que ser el desarrollo humano en un planeta próspero y con vida. Para alcanzarlo, necesitamos modelos macroeconómicos que reconozcan que la economía es un subsistema del mundo natural. Dentro de ese subsistema, las finanzas deben reorganizarse y ponerse al servicio de la economía real, al servicio de la vida. Se trata de una revolución conceptual e imprescindible.

KATE RAWORTHes autora del superventas Economía rosquilla: 7 maneras de pensar la economía del siglo XXI. Dicta clases en el Instituto de Cambio Ambiental de la Universidad de Oxford y es profesora asociada en la Universidad de Ciencias Aplicadas de Ámsterdam.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.