Las posibilidades económicas de mis nietos
14 de marzo de 2024
1. Introducción
Gracias, Gillian, por la amable presentación. Antes que nada, quisiera reconocer tu liderazgo, como pensadora creativa, como brillante periodista y como antropóloga, y, más recientemente, como la 45.a rectora de King’s College, institución fundada hace casi 600 años. Muchos economistas, entre los que me cuento, vemos en ti una autoridad moral.
Mi ponencia de hoy está inspirada en el ensayo de John Maynard Keynes titulado Las posibilidades económicas de nuestros nietos. Keynes, como todos sabemos, estudió y trabajó en King’s College, y se convirtió en el padre de la macroeconomía moderna. También es uno de los fundadores de la institución que tengo el orgullo de dirigir, el Fondo Monetario Internacional.
Cuando asistió en Nuevo Hampshire en 1944 a la creación de las dos instituciones de Bretton Woods —el FMI y el Banco Mundial—, aportó su visión, valentía y optimismo: una fe inquebrantable en el poder de la humanidad para, con el tiempo, mejorar su vida, a pesar de los reveses derivados de calamidades como crisis y guerras.
Este optimismo brilla en Las posibilidades económicas de nuestros nietos, una obra que ocupa un lugar especial en mi corazón. ¿Por qué? Porque me hace pensar en el futuro de mis nietos. Y porque soy una optimista empedernida, como Keynes, que ya en 1930, durante los oscuros días de la Gran Depresión, vislumbró un futuro más brillante.
Al igual que en la época de Keynes, hoy también abundan los pesimistas. Con una pequeña ayuda de la inteligencia artificial, podemos escuchar lo que dijo sobre ellos en su ensayo:
“Me atrevo a predecir que los dos errores opuestos del pesimismo, que ahora hacen tanto ruido en el mundo, resultarán equivocados en nuestro propio tiempo: el pesimismo de los revolucionarios, que creen que las cosas están tan mal que nada nos puede salvar más que un cambio violento, y el pesimismo de los reaccionarios, que consideran el equilibrio de nuestra vida económica y social tan precario que no debemos arriesgarnos a hacer experimentos”.
Keynes proyectó que, en 100 años, los niveles de vida serían ocho veces más altos, gracias a avances derivados de la tecnología y la acumulación de capital. Y tuvo razón: el enorme salto de los niveles de vida se asemeja mucho a lo que predijo.
Al adentrarse tanto en el futuro, desde luego que no tuvo razón en todo.
Previó que la gente convertiría los aumentos de la productividad en más tiempo de ocio, pero la semana de 15 horas que proyectó aún no se ha materializado. También fue excesivamente optimista acerca de cómo se distribuirían los frutos del crecimiento. La desigualdad económica sigue siendo demasiado alta, dentro de los países y entre ellos.
Pero aun así, su mensaje principal sobre los avances económicos derivados de la tecnología y la inversión siguen siendo tan válidos hoy en día como entonces. Son el fundamento de una promesa que se ha de hacer, a la siguiente generación y a las posteriores.
Mi nieta, Ivana, está aquí con nosotros el día de hoy; y mi nieto, Simeon, quizá lea mi discurso cuando crezca un poco. ¿Qué puedo hacer —qué podemos hacer— para garantizar que su generación tenga una vida mejor?
Los jóvenes de hoy se enfrentan a enormes retos, incluso en los países más ricos: desde pagar por su educación, encontrar trabajo y comprar una vivienda, hasta sentirse profundamente preocupados sobre cómo el cambio climático afectará su vida.
Es fácil ser pesimista. Basta con ver los titulares.
Muchas personas —jóvenes y viejos— sienten que la economía les está fallando. Muchos no solo están angustiados sino enfadados. Para muchos, la confianza se ha erosionado. Y vemos que esto se está manifestando, en la sociedad y en la política.
Desde luego, no queremos que nuestros nietos vivan en una edad de la ira.
Entonces, tenemos que reconocer claramente los riesgos. Pero también tenemos que distinguir las oportunidades, y aprovecharlas.
Les pido paciencia porque mi perspectiva es a largo plazo, al igual que la de Keynes.
2. Los últimos 100 años
Primero, quiero remontarme al pasado. En los últimos 100 años, ha habido más progreso que ha beneficiado a más gente que nunca antes.
Aunque la población mundial se ha cuadruplicado, el ingreso mundial per cápita se ha multiplicado por ocho. Solo en las últimas tres décadas, 1.500 millones de personas lograron salir de la pobreza. Y cientos de millones engrosaron las filas de la clase media.
Hace 100 años, las personas eran afortunadas si vivían hasta pasados los 40 años. Hoy en día, en promedio, pueden esperar vivir hasta pasados los 70 años. Pensemos también en las notables mejoras de las tasas de mortalidad infantil, los índices de alfabetización y los niveles educativos, sobre todo entre las niñas.
¿Cómo llegamos a este punto?
Dos motores del progreso —la tecnología y la acumulación de capital— funcionaron tal y como Keynes había previsto.
La vida y las perspectivas de las personas se vieron transformadas por las innovaciones —la electricidad, el motor de combustión interna, los antibióticos, las condiciones de higiene en las viviendas, la tecnología de las comunicaciones—, muchas de las cuales fueron concebidas en el siglo XIX y se cristalizaron en el siglo XX.
El capital alimentó la inversión en la industria, la agricultura y los servicios; los ingresos públicos nos dotaron de infraestructura esencial, desde carreteras y puertos hasta redes de electricidad y cables de fibra óptica. Todo esto ha impulsado la productividad y el crecimiento del producto, lo cual a su vez ha reforzado el tamaño de la economía.
A estos factores se sumó la integración económica. Tan solo en los últimos 40 años, el volumen del comercio mundial se ha sextuplicado. Los flujos mundiales de capital aumentaron más de diez veces. Esto ha estimulado la productividad y la inversión, sobre todo en las economías emergentes.
En mi país, Bulgaria, el ingreso per cápita se ha cuadruplicado desde la caída de la cortina de hierro, debido principalmente a las oportunidades derivadas de la integración con la Unión Europea y del comercio mundial.
Y el número de países ha aumentado de aproximadamente 80 a 193 en la actualidad, que conforman una vibrante familia de naciones enlazadas gracias a un “ingrediente especial”: la cooperación internacional, que abarca desde la coordinación de la política económica en momentos de crisis hasta los descubrimientos científicos y los intercambios culturales, pasando por el mantenimiento de la paz y la exploración espacial.
La cooperación nos dio lo que algunos expertos han denominado la “larga paz” posterior a 1945, es decir, la ausencia de conflictos directos entre las grandes potencias.
Dicho sencillamente: cuanto más diálogo, más comercio y más prosperidad.
Y el mundo siguió cambiando: el poder económico ha ido trasladándose cada vez más hacia los países emergentes y en desarrollo. Se proyecta que, este año, estos representarán casi el 80% del crecimiento mundial.
Pero también se han cometido errores de políticas; en particular, no haber brindado suficiente apoyo a quienes se vieron muy golpeados por las conmociones provocadas por las nuevas tecnologías y el comercio. No haber distribuido las ventajas del crecimiento de forma más amplia.
Unas tres cuartas partes de la riqueza mundial actual están en manos de apenas una décima parte de la población. Y son demasiados los países en desarrollo cuyos ingresos ya no están convergiendo hacia los niveles de las economías avanzadas. Más de 780 millones de personas se enfrentan al hambre.
También hemos aprendido que los niveles elevados de desigualdad económica corroen el capital social y la confianza en las instituciones públicas, en las empresas y en cada uno de nosotros.
Y estamos constatando que la confianza está disminuyendo entre las naciones, y que las tensiones geopolíticas están en aumento. De continuar esta tendencia, la economía mundial podría ‘fragmentarse’ en bloques rivales.
Según investigaciones del FMI, solo la fragmentación del comercio podría ocasionar una pérdida del producto mundial de hasta USD 7,4 billones a más largo plazo, lo que equivale al PIB combinado de Alemania y Francia.
Un mundo fragmentado sería más pobre y menos seguro. Estamos presenciando la tragedia humana de la guerra de Rusia en Ucrania y el conflicto en Gaza e Israel, y hay muchos más que a menudo ni siquiera son noticia. Muchas naciones están ahora revirtiendo los recortes del gasto militar que introdujeron después del final de la Guerra Fría. El ‘dividendo de paz’ ha desaparecido, y la ‘larga paz’ puede estar en riesgo.
Irónicamente, esto está ocurriendo justo cuando necesitamos más cooperación que nunca para abordar cuestiones que trasciendan las fronteras y que ningún país puede resolver por cuenta propia. El cambio climático es el ejemplo más patente.
Se trata de grandes desafíos. Pero, al mismo tiempo, tenemos grandes oportunidades. Si los últimos 100 años sirven de guía, podemos estar bastante seguros de nuestra capacidad para una vez más lograr avances extraordinarios. Si a esto se suma un conocimiento claro de lo que no funcionó en el pasado, tenemos el poder de tomar las riendas y cambiar de rumbo.
3. Los próximos 100 años
Imaginemos el mundo en el siglo XXII, un mundo en el que todos —sin importar la raza, el color, la religión, el género o el origen— tienen una oportunidad justa para desarrollar todo su potencial. En el que la tecnología está al servicio y para beneficio de todos. En el que las personas viven una vida saludable y que vale la pena vivir en un planeta habitable. Y en el que los países trabajan mancomunadamente, no uno contra otro.
Ya puedo ver a los pesimistas poniendo los ojos en blanco. Escuchemos una vez más a Keynes en su ensayo:
“Pienso, por lo tanto, en los días no muy lejanos del gran cambio, el mayor que nunca haya ocurrido en el entorno material de la vida de los seres humanos en conjunto. Pero, naturalmente, ocurrirá poco a poco… Verdaderamente, ese cambio ya ha empezado”.
En este sentido, permítanme analizar con ustedes dos posibles escenarios para los próximos 100 años, elaborados por el personal del FMI.
En el que podríamos denominar el ‘escenario menos ambicioso’, el PIB mundial se triplicaría aproximadamente y los niveles de vida serían dos veces más altos que en la actualidad. En el ‘escenario muy ambicioso’, el PIB mundial sería 13 veces mayor, y los niveles de vida serían nueve veces más altos.
¿A qué se debe esta enorme diferencia? El ‘escenario menos ambicioso’ se basa en el menor aumento de los niveles de vida observado en los 100 años previos a 1920, mientras que el otro se basa en las tasas de crecimiento medio mucho más altas registradas desde 1920 hasta ahora.
Creo que nuestros nietos disfrutarán el mejor de esos dos escenarios.
En primer lugar, porque recurrirán a un tipo de crecimiento diferente: más sostenible y equitativo, más resiliente, que permita a los países sortear mejor los obstáculos de un mundo más propenso a los shocks.
En segundo lugar, porque aprovecharán mucho más a fondo lo que nos ha dado buenos resultados. Protegerán y afianzarán los sólidos fundamentos macroeconómicos y la estabilidad financiera que hemos procurado alcanzar.
En tercer lugar, preservarán el libre comercio como un importante motor de crecimiento, y el espíritu de empresa como una importante fuente de innovación y empleo.
Nuestra responsabilidad ahora es no dejarles una inflación galopante, no acumular deuda y pasarles la factura a ellos, y superar las perspectivas de crecimiento a mediano plazo más flojas en décadas.. Nuestra tarea en el FMI consiste en ayudar a los países miembros a emprender reformas fundamentales para mejorar la productividad e incrementar la agilidad, sostenibilidad y resiliencia de la economía.
Ante todo, tenemos la obligación de rectificar lo que ha sido la injusticia más grave de los últimos 100 años: la persistencia de una fuerte desigualdad económica. Las investigaciones del FMI demuestran que una menor desigualdad del ingreso puede vincularse a un crecimiento mayor y más duradero. Sencillamente, no podemos llegar al ‘escenario muy ambicioso’ para el crecimiento si no fomentamos una economía mundial más justa.
En un mundo de abundante acumulación de capital y cambios tecnológicos cada vez más veloces, las perspectivas de mis nietos dependerán de si somos capaces de asignar capital donde más se necesita y donde tendrá la mayor incidencia positiva, así como de nuestra capacidad para cooperar, lograr avances y distribuir los beneficios.
Entonces, si la idea es promover un crecimiento mejor y más justo, ¿a dónde debería ir el capital? Permítanme destacar los tres ámbitos prioritarios de inversión.
El primero, la nueva economía del clima.
En 1930, no existía la crisis climática, pero sus semillas ya estaban plantadas debido al uso de combustibles fósiles que aumentaba con rapidez.
Los shocks climáticos de hoy están golpeando a economías en todo el mundo, con sequías, incendios e inundaciones, y también con consecuencias menos visibles en sectores como las cadenas de suministro y los mercados de seguros. El año pasado fue el más caliente que se haya registrado, y las temperaturas mundiales apuntan a superar el umbral crítico de 1,5 grados centígrados.
Los pesimistas pueden señalar esto y decir que la humanidad está ante un desastroso ajuste de cuentas. Yo veo un panorama diferente: sí, el cambio climático desmesurado sería catastrófico, pero si adoptamos medidas de políticas contundentes, sobre todo en esta década, podemos lograr una economía neutra en carbono.
Esta es una promesa que debemos hacer.
Implica movilizar billones de dólares en inversiones para el clima, para las tareas de mitigación, adaptación y transición. Los países de ingreso bajo son los que menos han contribuido al calentamiento global, pero son los que más están sufriendo. También se enfrentan a la mayor brecha de inversión.
Implica corregir el terrible fallo del mercado que permite a los contaminadores dañar nuestro planeta sin pagar nada. Los precios del petróleo, el carbón y el gas tienen que reflejar el verdadero costo para la humanidad, incluido el impacto en nuestro clima y en la salud pública.
Empero, las investigaciones del FMI demuestran que los subsidios explícitos a los combustibles fósiles se han disparado a más de USD 1,3 billones. Esto de por sí solo ya es malo. Pero también sabemos que estos subsidios por lo general aportan al 20% más rico de la población aproximadamente seis veces más ventajas que al 20% más pobre. Brindar asistencia directa a los grupos vulnerables sería mucho más eficaz.
Nuestras investigaciones también demuestran que la tarificación del carbono es la forma más eficiente de incentivar y acelerar la descarbonización. Aún hay mucho camino por recorrer: el precio medio actual por tonelada de emisiones de CO2 es de apenas USD 5, muy inferior al precio de USD 80 al que necesitamos llegar en 2030. Pero se observan avances: 73 regímenes de tarificación del carbono en casi 50 países abarcan una cuarta parte de las emisiones mundiales, es decir, una duplicación desde la firma del Acuerdo de París en 2015.
Y los inversionistas están respondiendo. Por cada USD 1 gastado en combustibles fósiles, ahora se gasta USD 1,70 en energía limpia, mientras que hace cinco años la razón era uno a uno.
Al invertir más en el clima, se crearían millones de empleos verdes, se fomentaría la innovación y se aceleraría la transferencia de tecnologías verdes a las economías en desarrollo. Y esto romperá el vínculo histórico entre el crecimiento y las emisiones, de modo que, a medida que los países se enriquezcan, los habitantes disfrutarán de mejores niveles de vida sin infligir daño en nuestro planeta.
La transición climática es parte del avance hacia una “economía más ligera”, más basada en activos intangibles, como la propiedad intelectual, y en la “experiencia” más que en los bienes, y mucho más eficiente y menos despilfarradora; es lo que algunos han denominado la ‘economía circular’.
El segundo, la próxima revolución industrial.
No sabemos a ciencia cierta cómo será la economía en 100 años, ni siquiera si estará basada únicamente en el planeta Tierra. Lo que sí sabemos es que la innovación está acelerándose; está transformando la forma en que vivimos, trabajamos y nos movemos, y la forma en que nos comunicamos.
Desde la informática cuántica y la nanotecnología hasta la fusión nuclear y la realidad virtual, pasando por las vacunas y la terapia génica, logramos hacer milagros, como el de restablecer la audición a niños con sordera genética.
Y no olvidemos que nuestro mundo está más interconectado que nunca, así que existe un enorme potencial para intercambiar conocimientos y alinear a la gente detrás de causas comunes.
Consideremos por ejemplo la inteligencia artificial. Nació aquí, en King’s College, en 1950, cuando Alan Turing publicó su estudio más influyente. En cada década desde entonces hemos avanzado un paso más, y cada paso ha sido más rápido que el anterior. La inteligencia artificial generativa de hoy en día está a punto de revitalizar la economía mundial, gracias a una especie de “big bang”.
La promesa de transformación acarrea riesgos. Tenemos que garantizar que la tecnología esté al servicio de la humanidad, no al revés. En lugar de videos ultrafalsos, o deepfakes, y desinformación, lo que queremos es avances en la ciencia, la medicina y la productividad.
Queremos que la inteligencia artificial reduzca la desigualdad, tanto dentro de los países como entre ellos, no que la acreciente.
Un nuevo estudio del FMI muestra que, en las economías avanzadas, alrededor de un 60% de los trabajos podrían verse afectados por la inteligencia artificial. La mitad de estos obtendrían ventajas de la inteligencia artificial, lo cual es una excelente noticia. Pero es posible que la otra mitad vaya cediendo cada vez más tareas humanas a la inteligencia artificial. Esto podría deprimir los salarios y destruir empleos por completo; el propio Keynes advirtió sobre esto cuando escribió sobre el “desempleo tecnológico”.
Por un lado, la inteligencia artificial puede dar un enorme impulso a la productividad, que ha estado en niveles demasiado bajos por demasiado tiempo. La productividad, más que cualquier otro factor, determina la riqueza a largo plazo de las naciones.
Me impresiona en especial el potencial de la inteligencia artificial para transformar economías y vidas en el mundo en desarrollo. Desde luego, para estimular la productividad, pero también para reducir brechas de capital humano y ayudar a que los niveles de ingreso se aproximen a los de las economías avanzadas. Pero los países tienen que empezar a prepararse ahora, incrementando la inversión en infraestructura digital, ampliando el acceso a la capacitación para nuevas tareas y la reconversión laboral, estableciendo las bases normativas y éticas de la inteligencia artificial.
Y estas iniciativas tienen que ir de la mano de una cooperación internacional más estrecha. De hecho, creo que se necesitan principios mundiales para el uso responsable de la inteligencia artificial —barreras de contención— para reducir al mínimo los riesgos y poner las oportunidades al alcance de todos.
El tercer ámbito de inversión es la gente.
Los mayores dividendos se obtienen al invertir en salud y educación, en redes de protección social más sólidas y en empoderar económicamente a la mujer. Esto es fundamental para lograr que la acumulación de capital sea mejor y más justa.
En ningún lugar es esto más evidente que en África, donde habitan las poblaciones más jóvenes y en más rápido crecimiento. Para finales de este siglo, la proporción de África en la población mundial se aproximará al 40%.
En el otro extremo del espectro están regiones como Europa y Asia oriental, cuyas poblaciones están envejeciendo rápidamente, y en algunos casos incluso reduciéndose.
Otra opción es lograr la atracción entre polos opuestos. Tenemos que encontrar formas de conectar mejor los abundantes recursos humanos de África con el abundante capital de las economías avanzadas y los principales mercados emergentes.
¿Cómo podemos cerciorarnos de que el capital fluya en la dirección correcta? En los países africanos, la clave está en atraer inversionistas a largo plazo y garantizar flujos comerciales estables.
Esto implica fomentar un mejor crecimiento, haciendo más eficaz el entorno empresarial, movilizando más ingresos y eliminando el gasto ineficiente. En los países que ya están enfrentando tensiones presupuestarias y altos niveles de deuda, esto permitiría crear más margen para el gasto social esencial.
He aquí un ejemplo de un estudio del FMI: al desarrollar capacidad fiscal, los países de ingreso bajo podrían reforzar sus ingresos presupuestarios anuales en hasta un 9% del PIB, un aumento notable que equipararía su esfuerzo fiscal con el de las economías de mercados emergentes.
Es aquí donde la red mundial de seguridad financiera se torna crucial. Y es aquí donde el FMI desempeña una función crucial: como asegurador de los no asegurados.
Si se logra combinar el tipo adecuado de apoyo internacional con el tipo adecuado de políticas internas, África podría atraer flujos a largo plazo de inversión, tecnología y conocimientos especializados.
Y así se permitiría que los jóvenes desarrollen todo su potencial.
¿Cuál sería el resultado? Más empleo y menos emigración de África; mayores rendimientos del capital que las economías avanzadas podrían aprovechar para hacer más sostenibles sus sistemas de pensiones; y, en general, una economía mundial más dinámica.
Dicho en pocas palabras, un mundo próspero en el próximo siglo depende de la prosperidad de África.
4. Conclusión: Un multilateralismo del siglo XXI.
Las inversiones en estos tres ámbitos fundamentales —clima, tecnología y gente— son cruciales. Pero, una vez más, la tarea no es posible si no hay cooperación.
Keynes nos dio un marco: un ‘multilateralismo para el siglo XX’ que nos ha aportado mucho. Ahora tenemos que modernizarlo para una nueva era.
¿Cómo sería el ‘multilateralismo del siglo XXI’? Permítanme mencionar unos cuantos principios básicos.
- Sería más representativo, con un mejor equilibrio entre las economías avanzadas y las voces de los países emergentes y en desarrollo.
- Sería más abierto y ‘sensible’, no solo ante las voces oficiales sino ante las no oficiales, las de las comunidades y organizaciones sociales basadas en el interés común.
- Se enfocaría más en los resultados, y ofrecería logros más concretos que potenciarían las ventajas económicas y sociales de la cooperación.
Modernizar el marco multilateral también supone modernizar las instituciones multilaterales, entre ellas el FMI.
Si visitara el FMI hoy en día, a Keynes quizá le sorprendería lo mucho que hemos cambiado, en tamaño, en alcance y en naturaleza.
Solo desde la pandemia hemos suministrado aproximadamente USD 1 billón en liquidez y financiamiento a nuestros 190 países miembros. Introdujimos programas de financiamiento de emergencia y alivio directo de la deuda para los países miembros más pobres. Y nuestra labor macroeconómica ahora se centra además en el clima, las cuestiones de género y el dinero digital.
Somos la única institución del mundo a la que sus miembros le han conferido la facultad de realizar de forma regular “exámenes de salud” de sus economías. Proporcionar análisis y asesoramiento imparcial es algo esencial, sobre todo en un mundo de noticias falsas y polarización política.
También reconocemos la necesidad de adoptar un mejor indicador de la riqueza que vaya más allá del PIB tradicional, que valore no solo el capital producido, sino también la naturaleza, la gente y el entramado de las sociedades.
Esperaría que Keynes diera el visto bueno a un “balance mundial” que incluya un conjunto ampliado de activos y en el que se reconozcan los valiosos servicios aportados por el medio ambiente, el valor de los conocimientos y el ingenio de las personas, y el valor de una buena gobernanza.
Y quizá le asombraría ver a tantas mujeres, en particular en cargos de poder.
Creo que le gustaría lo que ve y que nos alentaría a adueñarnos aún más de nuestro papel como “línea de suministro” de políticas económicas sólidas, recursos financieros, conocimientos, y como el foro auténtico de cooperación económica a escala mundial.
Este sigue siendo el “ingrediente especial”. No es posible lograr un mundo mejor si no hay cooperación. En cuanto a esta idea primordial, Keynes una vez más tuvo razón.
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Quizá por lo que más se lo recuerda es por algo que escribió en 1923: “A largo plazo, todos estaremos muertos”, con lo cual quiso decir que, en lugar de esperar que las fuerzas del mercado arreglen las cosas a largo plazo, las autoridades deben resolver los problemas a corto plazo. Es un llamamiento a la acción, una visión de algo mejor y más luminoso.
Y es un llamamiento al que al menos yo estoy decidida a responder, para realizar mi aporte a un futuro mejor para mis nietos.
Porque, como dijera Keynes en 1942: “A largo plazo, casi todo es posible”.
Muchas gracias.
Departamento de Comunicaciones del FMI
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