Estabilidad económica, cooperación económica y paz: La función del FMI, Discurso de Dominique Strauss-Kahn, Director Gerente del Fondo Monetario Internacional
23 de octubre de 2009
Dominique Strauss-KahnDirector Gerente del Fondo Monetario Internacional
Oslo, 23 de octubre de 2009
Texto preparado para la intervención
Desde hace más o menos un año, la crisis financiera internacional es objeto de encendidos debates. Pero hoy, en lugar de detenerme en los riesgos económicos, desearía volver la atención hacia otro tema importante: la relación entre la estabilidad económica y la paz. Creo sin duda alguna que ambas están estrechamente ligadas. Al perder una, probablemente se pierda la otra. La paz es una condición necesaria para el comercio, el crecimiento económico sostenido y la prosperidad. A su vez, la estabilidad económica y una prosperidad floreciente y ampliamente compartida
—tanto en el plano nacional como en el internacional— pueden promover la paz. El clima más propicio es el de cooperación económica, apertura y multilateralismo ante las dificultades económicas y políticas.
En última instancia, la paz y la prosperidad se promueven mutuamente. En mi opinión, eso es lo que nos enseña la Historia. Todos recordamos que la Gran Depresión preparó el terreno para una contienda devastadora. Más cerca de nuestros tiempos, la inestabilidad económica desató trastornos políticos, agitación social y situaciones de conflicto en muchas partes del mundo.
¿Por qué es necesario hablar de los riesgos para la paz?
La desaceleración que estamos viviendo es la más honda y extensa desde la Gran Depresión. No hace mucho la economía mundial vacilaba al borde del abismo. Con el colapso de Lehman Brothers, la incertidumbre se transformó en pánico puro y la actividad económica comenzó a desmoronarse. Tomó cuerpo el fantasma de otra Gran Depresión, y los temores no eran infundados.
Hoy, el mundo presenta un aspecto diferente. El miedo le ha cedido el lugar a la esperanza. Parece que hemos dejado atrás lo peor, y el motor del crecimiento se ha puesto en marcha. De acuerdo con nuestras últimas proyecciones, la actividad económica internacional se expandirá alrededor de 3% en 2010.
Esto no ocurrió por casualidad ni por un golpe de suerte. Sucedió gracias a las decisiones audaces que tomaron los gobiernos del mundo entero y, en igual medida, al grado histórico de concertación entre sus políticas económicas. De cara a la crisis, los países se mancomunaron para desplegar soluciones comunes a retos comunes ―en los ámbitos fiscal, monetario y financiero―, con la atención puesta en el bien común internacional.
Esta colaboración aunó a más países que nunca y demostró que en este mundo globalizado de hoy la responsabilidad de la agenda de políticas económicas ya no puede quedar en manos de un reducido club de países. La crisis presagió la ascendencia del G-20 —un grupo que incluye las economías emergentes dinámicas— como principal vehículo de cooperación multilateral.
El reto consiste en conservar ese espíritu de cooperación al aventurarnos en el mundo de poscrisis. En una atmósfera cargada de temor e incertidumbre, la cooperación no fue difícil de lograr. Pero ahora que se perfila el optimismo y se vislumbra la recuperación, los países pueden sentirse tentados de seguir su propio derrotero y de abandonar la actitud de cooperación que tanto los ayudó durante la crisis. Reconforta comprobar que los primeros indicios son alentadores. Reunidos no hace mucho en Pittsburgh, los dirigentes del G-20 subrayaron que el interés colectivo mundial debe inspirar inevitablemente las decisiones sobre la política nacional. Confío en que el multilateralismo nos acompañará siempre.
El FMI contribuyó a esta respuesta multilateral, promoviendo el bien público mundial que es la estabilidad económica. Cuando golpeó la crisis, fuimos designados la primera línea de ataque y los líderes del G-20 incrementaron sustancialmente nuestros recursos. A medida que la crisis seguía su curso, ampliamos extraordinariamente el financiamiento de emergencia, le inyectamos al sistema un volumen de liquidez sin precedentes, flexibilizamos los préstamos y reforzamos con previsiones y asesoramiento la respuesta mundial a la crisis.
Procuramos hacer lo posible por calmar las aguas. Y el G-20, que había manifestado confianza en nosotros engrosando nuestros recursos, en la cumbre de Pittsburgh hizo extensiva esa confianza a nuestra supervisión, solicitándonos ayuda con la evaluación mutua de sus políticas. Nuestro objetivo actual es adaptarnos a las necesidades del mundo de poscrisis.
De más está decir que nuestra eficacia depende de nuestra legitimidad. En ese sentido contamos también con el aval del G-20, que se comprometió a modificar las cuotas relativas a favor de los países en desarrollo y los mercados emergentes dinámicos, en un 5% como mínimo, de los sobrerrepresentados a los subrepresentados. Ese cambio refuerza nuestra legitimidad y contribuirá significativamente a nuestra eficacia.
Afianzar la estabilidad
Permítanme recalcar que la crisis se encuentra lejos de haber agotado su curso y que persisten numerosos riesgos. La actividad económica aún depende del respaldo público y un desmantelamiento prematuro de ese apoyo podría poner fin a la reactivación. Aun en medio de la reanimación del crecimiento, la situación laboral tardará algún tiempo en mejorar. Esta inestabilidad económica continuará poniendo en peligro la estabilidad social.
La situación es especialmente delicada en los países de bajo ingreso. Nuestros colegas de las Naciones Unidas y del Banco Mundial calculan que hasta 90 millones de personas podrían caer en la indigencia a causa de la crisis. En muchas partes del mundo, el peligro no solo es un aumento del desempleo o una caída del poder adquisitivo, sino la supervivencia misma. La marginación y la miseria económica podrían conducir a disturbios sociales, inestabilidad política, ruptura de la democracia o guerra. En un sentido, la lucha colectiva contra la crisis es inseparable del empeño por proteger la estabilidad social y afianzar la paz. Esto reviste especial importancia en los países de bajo ingreso.
Desde cierta óptica, la guerra es el desarrollo al revés. Produce muerte, discapacidad, enfermedad y desplazamiento. Hace recrudecer la pobreza. Desbarata el potencial de crecimiento al destruir tanto la infraestructura como el capital financiero y humano. Desvía recursos hacia la violencia, el enriquecimiento oportunista y la corrupción. Carcome las instituciones. Y perjudica a los países vecinos, entre otras cosas a través de las olas de refugiados.
La mayoría de las guerras libradas desde la década de 1970 han sido guerras intestinas. Es difícil estimar el verdadero costo de una guerra civil. Según estudios recientes, un año de contienda puede sustraerle entre 2 y 2½ puntos porcentuales a la tasa de crecimiento de un país. Y como el promedio de las guerras civiles tiene una duración de siete años, una economía termina siendo 15% más pequeña. Es obvio que es imposible imputarle un costo a la pérdida de vidas o al gran sufrimiento que acompañan inevitablemente a toda contienda bélica.
La causalidad también se da en sentido contrario. De la misma manera en que las guerras destrozan las economías, la debilidad económica puede inclinar más un país hacia el conflicto armado. Las estadísticas son claras: un bajo nivel de ingreso o un crecimiento económico lento exacerban el riesgo de guerra civil. La pobreza y el estancamiento económico crean poblaciones marginadas y excluidas de la economía productiva. Sin grandes esperanzas de empleo ni un nivel de vida decente, pueden volcarse en la violencia. La dependencia de los recursos naturales también es un factor de riesgo: la competencia por controlarlos puede desencadenar conflictos y el ingreso que generan puede financiar guerras.
Nos encontramos entonces ante un círculo vicioso: la guerra empeora las condiciones y las perspectivas económicas y debilita las instituciones, lo que a su vez aumenta las probabilidades de guerra. Una vez desencadenado el conflicto, es difícil ponerle fin. Y aun si concluye, es fácil que vuelva a estallar. Durante la década siguiente a un conflicto bélico hay un 50% de posibilidades de que resurja la violencia, en parte como consecuencia de la fragilidad institucional.
¿En qué puede ayudar el FMI? A nivel amplio, asistiendo a los países a mantener o robustecer la estabilidad económica. El medio más obvio es el suministro de financiamiento, sin el cual los gobiernos podrían verse obligados a recortar las redes de protección social y los servicios públicos esenciales, la actividad económica podría volver a descarrilar y las oportunidades de empleo podrían reducirse. En este ámbito, el FMI está cumpliendo: durante uno o dos años pondrá a disposición de los países de bajo ingreso el triple de ayuda que antes de la crisis. Y para aliviar la carga, todos nuestros préstamos concesionarios estarán exentos de intereses hasta 2011.
Nuestros préstamos han marcado una diferencia. Los países con una participación sostenida de nuestros programas durante las dos últimas décadas han experimentado un aumento del crecimiento más pronunciado que los demás. Estamos empeñados en lograr un aporte aún mejor, reformando las modalidades de préstamo a los países de bajo ingreso, flexibilizándolas y adaptándolas más a las circunstancias de cada país.
Nuestros programas de préstamo en estos países siempre hacen énfasis en la reducción de la pobreza y la protección de los más desamparados. Es una satisfacción comprobar que la mayor parte de los países de bajo ingreso con un programa respaldado por el FMI presupuestaron un gasto social más elevado y que muchos están esforzándose por focalizar mejor el gasto en los pobres. Esa es una de nuestras máximas prioridades.
El FMI también hace mucho hincapié en la buena gestión de gobierno. Alrededor de 40% de las condiciones de nuestros programas en países de bajo ingreso giran en torno a la mejora de la administración de los recursos públicos y de la rendición de cuentas. Además, proporcionamos asesoramiento y asistencia técnica a los países ricos en recursos, permitiéndoles administrar mejor sus ingresos y contribuyendo así también a la estabilidad social.
Asimismo, ofrecemos ayuda especial a los países en situaciones de posconflicto o en otras situaciones precarias, nuevamente a través de préstamos y asistencia técnica. Contribuimos a la reconstrucción o el fortalecimiento de las instituciones y la gestión económica, elementos fundamentales de la construcción de Estados. El FMI creó un servicio de préstamos para emergencias más flexible, a disposición de los países que están saliendo de un conflicto. Es verdad que la función del FMI es limitada, pero nuestro respaldo también puede abrir las puertas a flujos de ayuda muy necesarios. La ayuda sostenida reviste importancia crítica en vista del riesgo de reanudación de la contienda civil.
El cometido del FMI
Pero debo retomar el hilo central de mi intervención. Cuando las naciones del mundo se aúnan para enfrentar solidariamente retos comunes, podemos forjar un círculo virtuoso de paz y prosperidad, soslayando un círculo vicioso de conflicto y estancamiento. A primera vista, esto podría parecer tangencial a la función del FMI. No es así; representa los cimientos de nuestro cometido.
Lo vemos claramente al examinar los orígenes del FMI y las lecciones del siglo XX. Las naciones del mundo se reunieron después de la Primera Guerra Mundial, pero en lugar de promover la cooperación económica se dejaron llevar por intereses más cortoplacistas. En particular, las duras condiciones impuestas en el Tratado de Versalles sembraron las semillas de la ruina económica de Alemania, una de las causas de la Segunda Guerra Mundial.
Una de las personas que vio la situación con claridad fue John Maynard Keynes, que se contaría entre los fundadores del FMI. Keynes condenó con dureza la “política de reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de millones de seres humanos” y alentó a los pueblos de entonces a basar sus acciones “en esperanzas de algo mejor y creer que la prosperidad y la felicidad de un país engendran las de los otros, que la solidaridad del hombre no es una ficción”.
La admonición de Keynes cayó en saco roto. Los países optaron por abrazar la economía del propio interés y se refugiaron en el aislacionismo. La secuela fue un colapso sin precedentes de la actividad económica mundial en la década de 1930, con consecuencias sociopolíticas funestas. La contienda económica no tardó en transformarse en contienda militar. La Segunda Guerra Mundial dejó decenas de millones de muertos y muchos países en ruinas.
Concluida la guerra, las naciones del mundo volvieron a reunirse. Prometieron no repetir jamás los errores del pasado. Se abocaron al multilateralismo y a la cooperación en lo económico y lo financiero. Los gobiernos aspiraban a crear un mundo nuevo.
Esta estrategia tenía numerosas facetas. Las Naciones Unidas se fundaron para “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y a la vez “promover el progreso social” y “elevar el nivel de vida”. Los gobiernos de Europa emprendieron un proceso notable de integración económica y política. Estaban decididos a exiliar para siempre del continente el fantasma de la guerra y a hacer realidad el gran sueño de la “paz perpetua” que soñaron, sin verlo nunca concretado, tantos filósofos al filo de los siglos, como Saint-Pierre, Rousseau, Bentham y Kant. Recordemos que la paz también fue posible gracias al respaldo financiero del Plan Marshall en el plano externo y a la creación de extensas redes de protección social en el plano interno. La estabilidad socioeconómica cimentó la paz.
El FMI vio la luz en este momento definitorio de la Historia, fruto de un espíritu multilateral con vocación de paz y cooperación. Su cometido fue la estabilidad económica: promover la cooperación monetaria y facilitar una expansión del comercio y del empleo en beneficio de todos los pueblos. Estaría encargado de supervisar el sistema financiero mundial y conceder préstamos a los miembros con necesidades de balanza de pagos. Se daba por entendido que la estabilidad traería paz y seguridad.
Y cuando los fundadores se reunieron en Bretton Woods en 1944, la paz estaba en primer plano. El pesimismo que Keynes había manifestado un cuarto de siglo atrás se había transformado en optimismo. Al concluir la conferencia, Keynes declaró que mediante el trabajo en común “esta pesadilla, que la mayoría de los presentes hemos sufrido durante una parte demasiado grande de nuestras vidas, habrá tocado a su fin”. En un signo de los tiempos, se dijo confiado en que “la hermandad entre los hombres dejará de ser simplemente una expresión”. Henry Morgenthau, secretario del Tesoro estadounidense, se hizo eco de esa convicción, enlazando la paz con la prosperidad común y denunciando las políticas económicas de los años de la entreguerra: “La agresión económica no puede tener otro fruto que la guerra. Es tan peligrosa como inútil. Sabemos que el conflicto económico surge inevitablemente cuando las naciones intentan por separado lidiar con males económicos que son de alcance internacional”. Ese es nuestro legado. De ahí, nuestro cometido.
Ahora tenemos una oportunidad histórica de renovar nuestro compromiso con el multilateralismo y adaptarlo al mundo de poscrisis. Todos debemos estar a la altura de las circunstancias. De eso depende la paz del planeta. Gracias.
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