La crisis financiera internacional continúa siendo uno de los acontecimientos decisivos de nuestros días.Dejará marcada para siempre a la generación que la atravesó. Las secuelas de la crisis —los onerosos costos económicos que soporta la gente común y corriente, sumados a la indignación que causan el rescate de los bancos y la impunidad de los banqueros en un momento en que los sueldos reales siguen estancados— son uno de los principales factores que explican la reacción en contra de la globalización, sobre todo en las economías avanzadas, y la pérdida de confianza en el gobierno y otras instituciones.
En este sentido, la crisis ha dejado una honda huella que amenaza con perdurar. Con todo, el décimo aniversario del colapso de Lehman Brothers, un suceso que en su momento me dejó atónita, nos ofrece la oportunidad de evaluar la respuesta a la crisis a lo largo de la última década.
El colapso de Lehman Brothers provocó un pánico generalizado en el sistema financiero que condujo a una crisis sistémica. En total, 24 países fueron víctimas de crisis bancarias y en la mayoría de ellos la actividad económica aún no ha retomado la tendencia. Un estudio sugiere que el estadounidense promedio perderá USD 70.000 de los ingresos percibidos durante toda su vida por culpa de la crisis. Los gobiernos tampoco escapan al problema. En las economías avanzadas, la deuda pública aumentó más de 30 puntos porcentuales del PIB, en parte debido a la debilidad económica, a los esfuerzos por estimular la economía y al rescate de los bancos en problemas.
Retrospectivamente, los puntos de presión parecen obvios. Pero no lo fueron tanto en su momento. Fueron contados los economistas que predijeron lo que se venía. Se trata de un ejemplo aleccionador de endogamia intelectual.
¿Cuáles fueron los puntos de presión? Fundamentalmente, una innovación financiera frente a la cual la regulación y la supervisión quedaron muy, pero muy a la zaga. Las instituciones financieras se volcaron frenéticamente a asumir riesgos sin la menor prudencia, sobre todo en Estados Unidos y Europa. Entre otras cosas, se apoyaron menos en los depósitos tradicionales y más en el financiamiento a corto plazo, rebajando drásticamente las exigencias para el otorgamiento de crédito, sacando préstamos del balance mediante dudosas técnicas de titulización y, a nivel más general, empujando la actividad hacia rincones ocultos del sector financiero, menos expuestos a la supervisión regulatoria. Por ejemplo, la cuota de mercado de las hipotecas de baja calidad en Estados Unidos llegó a 40% del total de títulos con respaldo hipotecario en 2006, frente a un nivel de prácticamente cero a comienzos de la década de 1990.
A su vez, el aumento de la globalización de los servicios bancarios y financieros produjo un efecto de cascada rápido y peligroso. Los bancos europeos eran grandes compradores de títulos estadounidenses con aval hipotecario. Al mismo tiempo, el lanzamiento del euro encauzó voluminosos flujos de capital hacia la periferia a medida que se abarataba el endeudamiento. Estos flujos estaban financiados por bancos del núcleo de la eurozona, que se transformaron en otro canal de contagio financiero. La globalización también contribuyó al problema por medio del arbitraje regulatorio: las instituciones financieras podían exigir una supervisión menos estricta aprovechando la posibilidad de trasladarse a jurisdicciones más favorables.
Si las políticas de respuesta a estos riesgos antes de la crisis fueron deficientes, debo decir que las medidas adoptadas inmediatamente después fueron impresionantes. Los gobiernos de las grandes economías representadas en el G-20 coordinaron las políticas a escala internacional. Los países con problemas bancarios limitaron el daño de las convulsiones del sector financiero en la economía real recurriendo, entre otras medidas, al capital de respaldo, las garantías de deuda y las compras de activos. Los bancos centrales cortaron a destajo las tasas de política monetaria y luego se adentraron en la profundidad de aguas desconocidas, embarcados en políticas monetarias no convencionales. Los gobiernos apuntalaron la demanda con fuertes estímulos fiscales.
El FMI también colaboró. Movilizamos a los países miembros para expandir drásticamente nuestros recursos financieros, gracias a lo cual pudimos comprometer casi USD 500.000 millones a países en crisis. También inyectamos USD 250.000 millones de liquidez internacional en el sistema; una cifra sin precedentes. Modernizamos los marcos de préstamo para acelerar y flexibilizar la respuesta que damos a las necesidades de los países; entre otras cosas, eliminando los intereses que se cobraban a los países de bajo ingreso. Y pusimos en marcha un serio replanteamiento de la macroeconomía para comprender mejor lo que se nos había escapado a todos, incluso los complejos vínculos entre el sector financiero y la economía real.
Combinadas, y en el contexto de la acción colectiva internacional, estas políticas en gran medida surtieron efecto en el sentido de que se evitó un peor desenlace. No había nada asegurado: inmediatamente después del colapso de Lehman, realmente estábamos al borde del abismo. Efectivamente, estaba atónita.
Las políticas también abordaron los errores que condujeron a la crisis. Los bancos tienen posiciones de capital y liquidez mucho más sólidas. Se han recortado las entidades fuera del balance y se las ha sometido a un régimen regulatorio. Los bancos grandes se enfrentan a una normativa más estricta, y su apalancamiento es más bajo. No se suscribe prácticamente ninguna hipoteca de baja calidad. Gran parte de los derivados extrabursátiles pasan ahora por un sistema centralizado de compensación.
Todo esto es positivo, pero no basta. Demasiados bancos siguen siendo débiles, especialmente en Europa. La capitalización bancaria probablemente debería ser mayor. El fenómeno de las instituciones cuya quiebra no se puede tolerar debido a su tamaño sigue siendo problemático porque los bancos crecen en tamaño y complejidad. Aún no se progresado lo suficiente en cuanto a la resolución de los bancos en vías de quiebra, sobre todo en su dimensión transfronteriza. Muchas de las actividades de dudosa legalidad se están trasladando a la banca paralela. Y encima de todo esto, la constante innovación financiera —como las transacciones de gran frecuencia y las tecnofinanzas— añaden otros problemas para la estabilidad financiera. Además, y quizás esto sea lo más preocupante, las autoridades se enfrentan a una presión sustancial por parte de la industria para replegar la normativa emplazada tras la crisis.
Otro ámbito importante no ha cambiado mucho: el de la cultura, los valores y la ética. Como ya he señalado, el sector financiero sigue anteponiendo las utilidades inmediatas a la prudencia a largo plazo, el cortoplacismo a la sostenibilidad. No hay más que pensar en los numerosos escándalos financieros ocurridos desde Lehman. La ética no es solo importante en sí misma, sino también porque su ausencia tiene consecuencias económicas claras. La buena regulación y la buena supervisión pueden hacer mucho, pero no todo. Deben estar complementadas con reformas dentro de las instituciones financieras.
En este contexto, un ingrediente crítico de la reforma sería la presencia de más mujeres en puestos de autoridad en el mundo de las finanzas. Lo digo por dos razones. Primero, una mayor diversidad siempre afila el pensamiento, alejando la posibilidad de endogamia intelectual. Segundo, se ha observado que las mujeres suelen ser más prudentes como líderes y suelen inclinarse menos por el tipo de imprudencia que provocó la crisis. Esto lo demuestran nuestros propios estudios: un porcentaje más alto de mujeres en los directorios de los bancos y los entes de supervisión financiera está asociado a una mayor estabilidad. Como he dicho en numerosas ocasiones, si los hermanos Lehman hubieran sido las hermanas Lehman, el mundo de hoy bien podría ser muy diferente.
Entonces, ¿cómo estamos a 10 años del desplome de Lehman? En pocas palabras, hemos progresado mucho, pero no lo suficiente. El sistema es más seguro, pero no en la medida justa. El crecimiento ha repuntado, pero no para todos.
Como si eso no fuera poco, el panorama de la economía política ha cambiado y la cooperación internacional pierde adeptos; irónicamente, esa cooperación fue precisamente lo que impidió que la crisis se transformará en una nueva Gran Depresión. Pensemos en el papel que desempeñaron el G-20, el CEF, el FMI y otros que colaboraron tan bien durante la última década. De hecho, la importancia de la cooperación internacional para superar los retos del siglo XXI es una de las lecciones duraderas de la crisis.
Hoy nos enfrentamos a nuevas fallas, desde el posible repliegue de la regulación financiera hasta las consecuencias de una desigualdad excesiva, el proteccionismo y las políticas aislacionistas, y los crecientes desequilibrios mundiales. La respuesta que demos a estos retos determinará si hemos internalizado del todo las lecciones de Lehman. En este sentido, el verdadero legado de la crisis no puede evaluarse debidamente después de 10 años porque aún no ha llegado a su término.